La lluvia se intensificaba a cada segundo. Lo que en la mañana era una simple llovizna se había convertido en una lluvia casi torrencial propia del invierno. Las copiosas gotas se estrellaban contra el suelo del parque y los charcos comenzaban a agrandarse entre las baldosas mal colocadas del camino. Los árboles se despedían de sus hojas que caían de lleno por la intensidad y la fuerza del clima. El aroma a tierra mojada se acentuaba. Cada tanto, algunas parejas pasaban por el sendero esquivando las pozas de agua y las ramas crecientes de los árboles con paraguas en mano, mientras se acurrucaban del frío. También aparecía algún que otro perro que buscaba refugio.
La lluvia provocaba un efecto de huida en todos, pero para mí era el escenario digno de una nueva decepción amorosa.
Hacía cuatro minutos y treinta segundos que Wladimir Huff había decidido terminar con nuestra relación, lo que conllevó la pérdida inmediata de todo impulso motivacional en mí. El clima no importó mucho, ni lo empapada que estaba dentro de ese tiempo perfectamente calculado. Todo lo que transitaba por mi cabeza eran las frías palabras con las que acuchilló mi corazón. Bastó una simple oración para que me quedara inmóvil.
Una linda imagen que representaba con detalle a una chica desahuciada.
Podría atribuir a Wladimir mi devastadora situación, pero no tenía la culpa del todo. Claro que no. Si bien él sentenció a muerte nuestra relación, mi maldición para enamorarme con facilidad condujo mi vida al desastre con diversos resultados fatales, no solo bajo la lluvia, sino de otras formas particulares que al recordar me dejaban un sabor muy amargo.
Creo que algunos tenemos la habilidad de fijarnos en las personas menos indicadas. Ese fue mi caso: sola, sin paraguas, lágrimas que se mezclaban con la lluvia, con principio de hipotermia y el corazón hecho añicos, mientras comparaba las gotas con puñaladas, hasta que llegó ese momento en que no sentí más que el lejano sonido de la lluvia adormeciéndome.
De pronto, un ángel guardián se apiadó de mí y me cedió su paraguas.
Se marchó sin mirar atrás.
En mi asombro pude ver su abrigo de un singular color marrón que se perdía en la profundidad del camino, pero su gesto quedó tallado en mis retinas y bien preservado en mi corazón.
Entonces, como por arte de magia, una luz divina se vislumbró entre las oscuras nubes del cielo, lo que me dio un ápice tibio de esperanza y me hizo consciente de la realidad: la vida continuaba.
La lluvia cesó.
Nunca fui supersticiosa, todo lo contrario, pero bastó esa maravillosa coincidencia para que creyera en las tretas del inminente destino que se avecinaba.
Y con esa idea me marché a mi trabajo.
Crucé la puerta de la florería provocando que sonase la campanilla que colgaba de ella. Sarah, la hermana de mamá, se asomó por detrás del cajero despeinada, con el pintalabios corrido que dejaba entrever sus labios hinchados, la camisa blanca
con la que se la acostumbraba a ver
algo desabrochada y los ojos bien abiertos. A su lado, Mark, su novio, estaba igual de desaliñado. Hice una mueca de espanto cuando deduje —dentro de mi ingenua mente— que se encontraban haciendo cochinadas en plena tienda. Tras volver del shock adopté la expresión seria.
—Buenos días —saludé tajante, tal cual lo haría papá en mi situación.
—¡Floyd! —exclamó mi tía, procediendo a abrochar su camisa y arreglarse el cabello—. Creí que estarías en una cita con Waldi… Waldo… eh…, tu novio de nombre raro. ¿Qué te pasó? ¡Estás empapada!
—Es una larga historia —hablé con un trago amargo de realidad y el paraguas mojado en mis manos.
Si bien me había propuesto no estancarme en una relación, que me acabaran de dejar no me daba muchos ánimos, menos cuando había sido en la mismísima florería donde Wladimir me había propuesto ser novios. Mis pensamientos de buena fortuna se hicieron añicos con cada paso que daba al interior de la tienda. La esperanza de verlo entrar por la puerta se convirtió tontamente en un deseo que murmuré con los ojos cerrados una vez me encerré en el baño y encendí el secador. Al abrirlos, me di cuenta de lo ridícula que me veía deseando algo que no llegaría. Los ojos de Wladimir eran tan seguros, acorde a sus palabras pronunciadas, que me marchité al instante.
Gruñí apagando el secador y salí en dirección a la tienda para ocuparme de los clientes o lo que fuese necesario para distraerme. Existían cosas más importantes, como retener mis estornudos a causa del polen, por ejemplo.
Afuera, divisé un sol radiante y el novio de Sarah se percató de ello.
—Adiós a la última lluvia —dijo en un tono nostálgico—. Dicen que no lloverá hasta el próximo año, pero veo que tú la gozaste al máximo, Flo.
—¿Todavía crees a los sujetos del tiempo, Mark? —interrogó mi tía con algo de mofa. Una leve risa burlona se me contagió, a la que su novio respondió con un mal gesto de dedos.
Entre el reclamo que Mark le hacía a tía Sarah, escuché tintinear la campanilla de la puerta. Me volteé en esa dirección para encontrar a un chico de cabello oscuro, cejas gruesas, piel aceitunada y llena de lunares, una sonrisa feliz y un abrigo de color marrón.
Pegué un grito imaginario.
Mi yo interior se hizo una maraña incontrolable de sensaciones físicas y emocionales, pensamientos incongruentes e hipótesis rebuscadas, entre otras cosas. ¿Realmente era el chico del paraguas? ¿Cuál era la probabilidad de que lo fuese? Palidecí al ver que le hablaba a Mark y seguí sus movimientos con los ojos sin parpadear los dos minutos y trece segundos que estuvo allí. Compró un ramo de lirios rosados y rosas rojas, luego se marchó.
En medio de la tienda me recriminé mi incredulidad.
Había estado en presencia de una persona con un extraño abrigo marrón ¡y no hice más que estar inmóvil como las plantas que tanto cuidaba en la florería! De hecho, hasta esas plantas bien cuidadas tenían más movimiento que una petrificada Floyd. Pude haberle preguntado si el paraguas que había dejado bien guardado en el baño era suyo, pero todo lo que hice fue la imitación perfecta de una estatua.
Estornudé a causa de las flores, llamando la atención de Sarah.
—Flo, querida, ¿por qué no vas a casa a cambiarte de ropa y vuelves mañana? No queremos que pilles un resfriado.
Entrecerré los ojos sospechando que su sugerencia contenía un mensaje con doble sentido bien resguardado dentro de su tono amable. A pesar de ello, asentí como respuesta.
***
Volví a casa poniendo la mejor de mis caras. Cutro, el gato que papá había traído a casa hacía unos años, se apresuró en llegar a mi encuentro para pasearse entre mis piernas; gesto por el cual siempre lo reprendí, pero no le importaba en absoluto escucharme decir que no me gustaban los gatos, sino los perros.
Se paseó de lado a lado hasta que me animé a correrlo con el pie.
—¡Ya llegué!
Completo silencio.
Siempre tuve la manía de anunciar mi llegada y encontrar a alguno de mis padres recibiéndome con su «Hola, Hurón» de siempre. No obstante, aquel día desastroso no obtuve respuesta, lo que conllevó una búsqueda de mamá o papá por la casa, seguida por el gato más masoquista que hubiera conocido.
—¡Mamá!
Grité de nuevo al no encontrarla en el primer piso. Subía las escaleras cuando la voz lejana de mi santa madre emergió de forma terrorífica. Estornudé por el pasillo largo con las puertas de las habitaciones y en unos segundos encontré a mamá barriendo la habitación de invitados.
«Extraño…»
—¿Por qué barres?
—Los Frederick se quedarán aquí hasta que arreglen el techo y la inundación en su casa. ¿Los recuerdas? —Asentí de mala gana.
Recordaba a la familia, bastante bien para ser sincera. Mamá, papá y los Frederick iban al mismo colegio, Jackson de Hazentown, hasta que mis padres decidieron formar una vida en Los Ángeles, ciudad en la que pronto fueron a vivir ellos. Habiendo sido amigos en la adolescencia, todos los fines de semana ambas familias se reunían para comidas, celebraciones y charlas de adultos, así que tuve la oportunidad de conocer a los Frederick y también de fastidiar a su hijo, a quien siempre inmiscuía en mis problemas. Pero esta unión familiar solo duró unos años, papá decidió armar una editorial y volver a Hazentown, mamá estuvo de acuerdo y yo… siendo una niña, no tuve mucha importancia en la decisión. A mis casi nueve años empecé una nueva vida aquí. ¿Quién diría que, después de tanto tiempo, ambas familias se volverían a unir? Pues yo no, menos en tan importante año.
Mamá dejó de barrer y me recorrió de pies a cabeza.
—¿Qué te pasó, Huroncito?
Sentí un nudo en la garganta.
—Es una larga historia, ma. —Decidí desviar el tema—. ¡Rayos! Si los Frederick se quedarán aquí, significa que tendré que andar decente por la casa.
Mamá se echó a reír negando con la cabeza.
—Hazlo, así nos haces un favor a todos.
—Ja, ja. No eres graciosa. —Le saqué la lengua en un gesto infantil—. Iré a cambiarme.
En cuanto terminé de hablar, tres leves golpes se escucharon en la puerta principal. Nos miramos con mamá, armábamos una disputa silenciosa para decidir quién de las dos bajaba a abrir la puerta. Sin embargo, nuestra batalla quedó inconclusa cuando papá salió de su despacho y pasó por fuera de mi habitación.
—Yo iré a abrir, debe ser Chase.
Mi sentido curioso llevó a la necesidad de pronunciarme con el fin de ver el reencuentro. Pero las cosas no podían darse de forma tan simple. Antes de atreverme a asomar un pelo por la escalera, me cambié de ropa y amarré mi cabello para verme un poco más «normal». Jugué con mis dedos antes de poner el pie en el primer peldaño dispuesta a bajar la escalera. Una divertida discusión entre el amigo de papá y su mujer se escuchó desde la sala.
Bajé las escaleras y caminé con paso temeroso hasta la entrada de la sala de estar, donde estaban papá y sus amigos. Asomé mi cabeza por el umbral para visualizarlos; ambos estaban igual a como los recordaba, con la excepción de que les había crecido un poco la panza; más a ella, que se encontraba a la espera de un nuevo miembro en su familia.
Fue entonces cuando sentí una inquietante presencia a mi espalda. Pegué un grito ahogado y me giré; me encontré mi más ni menos que a Felix Frederick con un singular abrigo marrón.
«No. Puede. Ser.»
Admiré las magníficas dotes físicas que se presentaron ante mis curiosos ojos, deleitándome con cada curvatura de aquel rostro serio que plasmó. Bueno, creí que me veía en la necesidad de calmar un tanto los aires, puesto que el mal humor venidero que traería consigo esa sombra llamada «Felix» dejaría de lado su físico para centrarme en su aparente personalidad. Siendo sincera, primero me vi envuelta en la inmensidad de posibilidades para confirmar que él era el chico del paraguas gracias a su abrigo. Sin embargo, me sentí tentada a ver más allá de aquel icónico gesto para hipnotizarme con su fría expresión.
Mi susto de muerte provocó el silencio total en la sala donde hablaban nuestros padres. Y la curiosidad se hizo un hueco dentro de mi cabeza para situarse allí durante el resto del día.
—Allí están. ¡Qué maravilloso reencuentro!, ¿no? —habló tía Michi, dando un respingo en su lado del sofá.
Su aviso hizo que los demás giraran en nuestra dirección para prestarnos atención. Sentí una necesidad incontrolable de hacer ese gesto
no tan
inconsciente de mecerme hacia los lados cuando me vi observada por los mayores, pero controlé mis impulsos.
—¿Hace cuánto que no se veían? —curioseó mamá y buscó una respuesta en papá. Él achicó los ojos, calculando el tiempo y respondió dirigiéndose a su amigo:
—¿Unos diez años tal vez? —preguntó.
—No llevo la cuenta, solo recuerdo que solían jugar todo el tiempo cuando vivíamos en Los Ángeles.
—Sí, sí —añadió su esposa—. Tengo muchas fotos de ellos. —Miró a su hijo a la espera de una respuesta. Felix caminó hacia el sofá con el rostro serio y sin ningún ápice de amabilidad para sentarse junto a su padre. Se encogió de hombros ante el silencio que surgió mientras lo observábamos e inspiró.
—No lo sé —respondió—, no recuerdo.
Y yo que esperaba una respuesta más interesante. Un nefasto reencuentro, la verdad, sobre todo porque nuestros padres hablaban como cotorras y nosotros estábamos de compañía nada más. Hice un esfuerzo para lograr obtener un hueco en el sofá, pero todo lo que conseguí fue sentarme en el apoyabrazos del sillón donde estaba papá. Desde el rincón donde nos encontrábamos pude examinar con detalle la fisonomía de Felix. Observé primero su cabello castaño oscuro y desordenado, mucho más largo de arriba que por los lados; bajé hasta sus ojos marrones y redondos, luego a su nariz respingona; me embobé mirando el movimiento de sus labios ni muy gruesos ni muy finos, pero que parecían bailar con cada gesto que formaban; lo siguiente en llamar mi atención fueron sus dientes blancos y las dos paletas frontales que se asomaban como si fuese un conejo, las cuales ya tenía antes de mudarnos; me detuve para observar los hoyuelos que se marcaban cada vez que decía algo con «M» al responderle a su madre; bajé hasta su quijada bien marcada; y por último, me detuve en la parte de su tatuaje en el cuello que ocultaba una camisa a cuadros roja. No valía la pena analizar el tatuaje tan a fondo cuando las comparaciones serían mínimas conforme a la borrosa imagen del chico con el paraguas.
De todas formas, la curiosidad y la esperanza de que fuese él no la perdí.
Coloqué mis dedos en la barbilla para ver los puntos fuertes que confirmaran mi hipótesis, pero todo fue en vano; en ese momento sus ojos se posaron en mí. Y yo, como adolescente que no sabe reaccionar frente a diversas situaciones de la vida que involucran a un chico, giré la cabeza en otra dirección sintiendo todo mi cuerpo consumirse en calor. Quise morir de vergüenza allí mismo por no tener la mínima decencia de... no sé, ¿quizás examinarlo con más disimulo?
Qué desdicha e infortunio el mío por sacar ese lado de mi madre, porque, de lo contrario, seguro que no habría apartado la mirada ni hubiese sido la viva imagen de un tomate respirando.
Decidí volver a mirarlo y para mi buena fortuna, él miraba a papá prestándole suma atención.
—Por cierto, Felix irá a Jackson también —comentó su madre—. ¿Qué tal las clases? ¿Cómo está Jackson?
—Están bien, muchas pruebas, trabajos innecesarios… lo de siempre —me apronté a responder—. Oh, y la verdad no ha cambiado mucho.
—Tiene muchas cosas nuevas —agregó mamá.
Me perdí de la charla tras caer en cuenta de la fatídica realidad: tendría que encontrarme con Wladimir.
Ya lo digo yo. El amor es como una función de fuegos artificiales. Comienza con un sentimiento de ansiedad que te hace querer apreciarlos, te dan curiosidad. Se dispara de forma impredecible, sube y estalla. Enseña sus formas y colores, te transmite una inquietud casi adictiva, luego, se va apagando lentamente. Supongo que así pasó con Wladimir y con los otros dos chicos con los que salí.
—Por cierto, Hurón. —Volví a la realidad. Papá se giró en mi dirección con expresión interrogante—. ¿No habías salido con esa comadreja de tu curso? —inquirió con tono despectivo.
¡Bam! Directo al corazón. No bastaba con recordar por mis medios a quien hacía unas horas me había roto en mil pedazos, sino que también debía hacerlo papá. Eso no era lo peor, puesto que, si le contaba que me había terminado bajo la lluvia en pleno parque, seguro que Wladimir tenía los minutos contados. No quería que la casi demanda por amenaza y la orden de alejamiento que mi antiguo ex le colocó a papá se repitiera, así que preferí mentir.
—Se murió su tatarabuela, pa.
Hipé.
—¿Su tatarabuela? —curioseó mamá.
—Sí, tenía un problema en el testículo izquierdo. —Volví a hipar.
—Las mujeres no tienen testículos. Y dudo mucho que su tatarabuela viviese tanto —espetó Felix.
Me atreví a mirarlo dos segundos recelosa y volví a hipar. Él estaba con una expresión de seriedad, cruzado de brazos. Sus ojos estaban puestos sobre una de las fotografías que mamá había enmarcado. En ella una niña sin los dientes delanteros le sonreía a la cámara.
Hipé otra vez, así como para enfatizar más mi tonta mentira.
—Luego hablaremos de eso —sentenció papá señalándome con su dedo. Tragué saliva y del puro susto dejé de hipar—. Eres tan mala mentirosa como lo fue ella. —Apuntó a la madre de Felix. Al darse cuenta de su ofensa, colocó su mano con dramatismo sobre su pecho y abrió sus labios con sorpresa, formando una enorme «O». A su lado, tío Chase le dio la razón con una carcajada y asintiendo con la cabeza. Su mujer lo hizo callar dándole un codazo en la costilla y él empezó a jadear del dolor.
—Ups, se me fue el brazo.
La conversación se convirtió en una rememoración de vivencias en su juventud y luego en el ofrecimiento para ver sus habitaciones. Todos tuvimos que ayudar a la embarazada a subir las empinadas escaleras cuando insistió en conocer el nuevo cuarto provisorio para su hijo, mientras el padre de este nos comentaba a todos que su mujer había heredado la hipocondría de su suegra. Claro, eso lo dijo cuando ella estaba distraída con mamá mirando por la ventana hacia el patio.
Felix por su parte no demostró muchos ánimos por el cuarto. Ni por nada. El chico parecía una estatua —y no lo digo por lo pálido—, inexpresiva e inmóvil. Ni siquiera se unió a las conversaciones o hizo algún comentario sobre algo, sino que parecía observarlo todo en completo silencio. Supuse que estaba en ese periodo de la adolescencia donde todos actuamos como si guardásemos misterios y apegados al enrevesado mundo creado por nuestras cabezas —el cual, por cierto, yo no pasé porque estar callada no es lo mío—, pero él no actuaba pensativo ni mucho menos como un idiota. Se comportaba como un analista profesional.
O eso creí, hasta que preguntó lo que yo y muchos preguntaríamos:
—¿Cuál es la clave de su Internet?
***
El resto de la tarde me la pasé mirando mi celular a la espera de alguna llamada o mensaje de Wladimir diciendo que estaba arrepentido y que quería volver, a lo que gustosamente respondería que sí. No obstante, cuando el sol comenzó a esconderse y el crepúsculo se alzó, desistí de observar la pantalla del celular para hacerlo a un lado. Estaba tan aburrida como un chicle pegado bajo la mesa, con la diferencia de que yo estaba bajo las mantas dentro de la cama, oculta del mundo. De pronto, un estado depresivo se avecinó, quise empezar un concierto de sollozos y… escuché la voz autoritaria de Felix.
Me levanté de la pura curiosidad, me asomé por el umbral de la puerta hacia el pasillo y vi a un asustado Felix contra la pared, con los brazos que buscaban dónde aferrarse, sostenido de un pie y levantando el otro para que el pequeño Cutro no lograse tocarlo con sus patas.
—Sal de aquí, feo animal.
Cutro se sentó frente a un asustado Felix, que comenzó a buscar una forma de escapar hasta que sus ojos dieron conmigo. Algo mágico ocurrió entonces, pues toda pose de chico asustado cambió a la de un ser lleno de seguridad. Se llevó un puño a la boca y tosió.
—¿Podrías sacar al gato del camino?
—¿Por qué? —interrogué, saliendo de la habitación.
—Soy alérgico.
Caminé por el pasillo y tomé la bola de pelos. Este se revolvió entre mis brazos provocando que Felix se pegara otra vez contra la pared y pestañeara con nerviosismo. Sonreí cuando una brillante idea se cruzó por mi cabeza. Agarré al gato por debajo de sus patas delanteras y lo acerqué al asustado chico esperando alguna reacción alérgica. En vez de estornudar él, lo hice yo.
—No le tienes alergia, ¡le tienes miedo!
—¿Tú qué sabes?
Dejé al gato en el piso, Felix de nuevo se espantó y buscó consuelo en la pared; suerte para él que Cutro ya no tenía interés. Felix, al ver que el gato se marchaba corriendo hacia las escaleras, pasó por mi lado cambiando drásticamente su expresión a la desinteresada y seria de antes, sin esperar una respuesta a cambio. Pensé en exigirle un agradecimiento por su parte, pero dudé de que me hiciera caso, así que decidí abrir mi bocota para resolver el interrogante principal.
—¿Eres el chico del paraguas? —Y se hizo el silencio. Se volvió en mi dirección sin ninguna expresión. Capté que necesitaba especificar más mi pregunta para que entendiera—. En el parque un chico con el mismo abrigo que tú me cedió su paraguas cuando llovía, ¿eras tú? Si lo eres, de verdad necesito decirte que...
—¿Por qué darle el paraguas a alguien que apenas recuerdo? ¿Y en qué momento? Lo siento, McFly, no estoy para acciones caritativas. Por la única persona que siento compasión es por mí en esta nueva ciudad.
Su respuesta me pareció demasiado a la defensiva, pero su expresión... su expresión fue como una advertencia que me sugería no hablarle más. Aunque se me hizo agua la boca por preguntar más, decidí buscar respuestas por mis medios. Bien denominada «curiosa por naturaleza» cuando algo queda tan misteriosamente expuesto, no puedo dejarlo escapar. Quizás debí ofenderme por la pronta respuesta, pero me coloqué unos segundos en sus zapatos e intenté empatizar con el recién llegado; de todas formas, yo también había sido nueva en la ciudad.
—Oh, bien, yo solo quería agradecérselo. Hoy en día faltan personas que hagan pequeños gestos que devuelvan la esperanza en la humanidad.
—Yo no me adelantaría a decir eso, ni siquiera lo conoces —dijo—. Un gesto amable no define a una persona.
Directo y frío, dos palabras que definían bien a Felix Frederick.