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Makoko

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En proceso

Realismo Urbano

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Introducción

MAKOKO es la breve historia de Elf, un muchacho criado en un suburbio de Lagos (Nigeria) que huye de la miseria y la violencia de su entorno en busca de una vida mejor. La existencia de Elf es una odisea desde el mismo día de su nacimiento, abandonado por su madre adolescente y acogido por una viuda en Makoko. Los primeros años de su vida transcurren en un barrio edificado sobre una ciénaga, gobernado por la mafia local y maltratado por unas instituciones corruptas. Las circunstancias obligarán al muchacho a emprender un viaje sin retorno.
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Chapter 1

Madeleine, apenas una adolescente, se aproximó hasta el borde del lago con la intención de ahogar a su hijo recién nacido, pero no tuvo el valor suficiente para hacerlo.

Lo envolvió en una toalla raída, depositándolo sobre un lecho de papel de periódico, dentro de un bidón de gasolina cortado por la mitad. Para que aquella precaria embarcación se mantuviera en posición vertical, la había lastrado con unas piedras antes de acomodar al niño, que no dejaba de llorar.

Caminó por el embarcadero, construido con troncos y tablones recuperados en los vertederos, y dejó cuidadosamente aquel barco de latón, en cuyo interior se agitaba el fruto de su amor con Pierre, un prometedor empleado de banca, casado y con dos hijos, quien en cuanto supo lo de su embarazo no quiso saber nada más de una niña de dieciséis años a la que había prometido amor eterno.

La leve corriente empujó lago adentro al pequeño, que navegó sin rumbo en la oscuridad de la noche por los canales de Makoko, mientras sus habitantes intentaban superar el bochorno del mes de junio. La laguna, con su balanceo, relajó al bebé, que dejó de llorar y se durmió, hasta que dos horas después de su partida el bidón se quedó atascado bajo una barraca. Al notar que no le mecían, despertó y berreó de nuevo a todo pulmón.

Marie, una viuda de treinta y seis años, oyó un extraño ruido que le recordó el llanto de sus hijos al nacer, pero pensó que era una alucinación, producto del calor y la cerveza. Lo oyó por

segunda vez y decidió salir afuera.

Asomada sobre el agua, vio basura flotando, algún que otro excremento humano y un bidón encallado entre dos pilares de la casa. El ruido venía de allí, pero le pareció absurdo. No obstante, se acercó y lo vio: un precioso niño se agitaba y lloraba con desesperación.

La mujer lo cogió con mucho cuidado y lo abrazó contra su pecho, cuya leche compartirían su pequeña Laura y el recién llegado.

—¿Cómo te llamas, pequeño? —preguntó mirando al crío mientras buscaba algún indicio de su nombre en la toalla que lo envolvía y entre los periódicos.

Marie se levantó la camiseta y le ofreció al pequeño una teta rebosante de alimento, que mantuvo al niño entretenido y callado durante un buen rato. Mientras, la mujer recuperó el bidón y llamó al nuevo miembro de la familia con el nombre que aparecía impreso en el metal: ELF.

La leche caliente y el agotamiento sumieron a Elf en un sueño dulce y profundo. Su nueva madre no se separó de él ni para ofrecerle el otro pecho a Laura, que también se había despertado y reclamaba enérgica su ración.

Marie había llegado diez años atrás, junto a sus dos hijos mayores y su marido. Huían de la guerra, el hambre y la enfermedad que asolaban Uganda. Atravesó medio continente hasta encontrar un lugar que hizo suyo. Aquí nació su pequeña, y recuperó la dignidad después de muchos años de pasar miedo y calamidades en un país que siempre había conocido en guerra.

Por eso nunca le dio demasiada importancia a que de vez en cuando un grupo de sicarios venidos desde tierra firme hostigasen a los habitantes de Makoko para que se marcharan de allí,

o a que las patrullas de autodefensa del barrio fuesen tan dañinas como los asaltantes. Aquí tenía un techo que la cobijaba, comía a diario y conversaba con las vecinas al caer la tarde.

Desde la ventana había sido testigo muchas veces de los enfrentamientos de los “vigilantes” con los paramilitares, pagados por los promotores urbanísticos que ansiaban desalojar Makoko, y de las escaramuzas entre diferentes facciones de los cuerpos de autodefensa del suburbio, convertidos más en pandilleros que en policía. Los guardianes del barrio estaban liderados por media docena de jóvenes engreídos que imitaban la estética de los raperos norteamericanos, fumando crack, traficando con drogas y extorsionando a la población: exigiendo dinero, dádivas o favores sexuales a cambio de su protección.

En contrapunto a esa violencia, varias entidades no gubernamentales se unieron para construir una escuela flotante, que al día siguiente de su inauguración ya estaba ocupada por más de un centenar de niños, algunos apenas destetados. Al frente de la institución se puso Emmanuel Odeda, un antiguo sacerdote expulsado de la Iglesia Católica. Su excomunión se produjo por haber maldecido públicamente al Vaticano porque el Papa condenaba el uso de preservativos, mientras los jóvenes morían de SIDA o de gonorrea. Tuvo la osadía de proclamar que en África era mejor repartir condones y antibióticos que evangelios y misales.

La noticia de la llegada del bebé a Makoko fue el acontecimiento más comentado por sus habitantes durante muchos días. Todos se preguntaban de dónde había venido, y si su madre era del barrio o no. Las vecinas ofrecieron a Marie su ayuda, le trajeron ropa de sus hijos, le tejieron mantas con lana recuperada de viejos jerséis y le colmaron de pequeños sonajeros, chupetes y muñecos que ya no usaría su prole.

Nadie puso en duda el derecho de Marie a ser su nueva madre, y menos la autoridad local. Al Ayuntamiento de Lagos no le importaba quién habitaba la ciénaga, solo ansiaba desecarla

y ganar espacio para la gran ciudad, necesitada de suelo urbanizable para satisfacer sus deseos de expansión.

Los primeros años de la vida de Elf no fueron muy distintos a la de los numerosos niños que habitaban aquella singular Venecia sin palacios ni góndolas, sino con cabañas construidas con desechos urbanos y barquichuelas de madera que se mecían entre basura y excrementos flotantes. Tuvo una infancia feliz y despreocupada, llena de juegos con sus hermanos y aprendiendo a vivir con muy poco.

Antes de cumplir su decimocuarto verano en Makoko empezó a tomar la costumbre de coger la barca de su hermano mayor mientras este dormía la siesta, ebrio de cerveza. No llegaba con los pies al suelo cuando se sentaba en la banqueta y colocaba una caja de madera para poder apoyarse. Al principio, casi no tenía fuerza para levantar los remos, menos aún para bogar. Las primeras veces apenas podía mover la barca, pero a las dos semanas ya era capaz de remar hasta el extremo más distante de la laguna.

Un día que Stephan tenía dolor de estómago y no bebió alcohol a mediodía, descubrió las excursiones de su hermano pequeño y lo vio justo en el momento en que partía.

—¡Elf! —bramó desde la puerta.

El chico se paró de golpe. Sabía del mal genio que tenía su hermano. Recordó por un momento cómo acabó su vecino un día que se pelearon por una discusión de fútbol. Como apenas había recorrido cinco o seis metros, sin girar la barca, remó siguiendo su propia estela y se colocó junto a él.

—Ahora entiendo por qué cada día me encuentro una caja del revés molestándome los pies.

—Perdona, Stephan. Debí pedirte permiso para coger tu barca.

Elf miraba los ojos inyectados en sangre de su hermano y esperó la bien merecida torta que se había ganado. Pero en lugar de ello, Stephan soltó una sonora carcajada.

—Como te gusta tanto remar, a partir de ahora serás tú quien vaya a buscar agua a la ciudad. Mañana iremos juntos a la fuente para que la conozcas, y yo cambiaré de oficio.

Elf se sintió aliviado, a pesar de que sabía que el trabajo de aguador era muy duro y mal pagado debido a la competencia que había en el barrio. Al menos eso era lo que decía constantemente su hermano.

—¿Y tú qué vas a hacer?

—Iré a sacar petróleo al oleoducto. Se gana más dinero y no es tan cansado.

—¡Pero eso es robar! —exclamó Elf.

Entonces sí que recibió un buen tortazo de su hermano, que zanjó así la cuestión.

Desde aquel día, el muchacho, todavía impúber, formó parte del ejército de mercaderes de agua. Su hermano le entregó la barca y los diez bidones de plástico que cada día llenaría dos veces para vender agua potable a sus clientes del barrio y a quien se la pidiera, a cambio de unas monedas o de algo que le pudiera interesar: sal, clavos o un sombrero de paja.

Stephan murió unos meses después tras una explosión en el oleoducto que estaba saqueando.