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Dictamnus Albus

Dictamnus Albus

Autor: Maya Plagga

En proceso

novela romántica

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Introducción

Adam Kelor es un ciudadano de Anatolia, Margie es Mersence. Su amor está prohibido y son perseguidos por un destino cruel. Pero su amor, contra todo pronóstico, sobrevivirá incluso a la muerte.
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Chapter 1

Variadas fueron las razones que me llevaron a contar mi historia. Con todo lo que he vivido y a pesar de que estas razones no fueron menores ni poco claras, puedo decir que la mayor parte pasó hace tanto tiempo que algunos rostros comenzaron a ser borrosos, poco claros dentro de mi mente, y algunos detalles empezaron a consumirse y deshacerse, desapareciendo como una hoja otoñal que vuela lejos de su árbol.

Pero, aun siendo un hombre de cuarenta y siete años y estando lejos del tiempo en que todo sucedió, recuerdo bien los detalles y la recuerdo a ella. Y cuando el tiempo amenazó con borrar aquellos detalles de mi mente, dichosamente tuve su diario, que hablaba de ella exactamente como yo la recordaba y la recuerdo: dulce, delicada y sensible.

Una de las razones que me llevó a inmortalizar mis recuerdos, a hacer que vivan incluso más que yo mismo, fue la necesidad de que el mundo sepa cómo fue todo, que el lector conozca toda la historia.

También quise que perdurara para mí mismo, para poder recordarla sin problemas y sin sufrir la batalla del tiempo, como si fuera una ayuda de memoria. Durante un tiempo no quise pensar en ella ni en las circunstancias, negué su recuerdo ya que tenía dolor y no comprendía bien; era joven y había muchas cosas que no sabía, pero luego entendí lo importante que fue ella para mí y comprendí lo importante que de recordar esas circunstancias.

Luego supe lo que realmente había pasado.

No debo olvidar el mayor motivo que me mueve a desarrollar mi escrito: que cualquier persona sepa lo maravillosa que fue, que conozca quién era, cómo era. Que la gente la conozca aún sin haberla visto, que su recuerdo nunca muera y que resida, no solamente en mí y en las personas que la quisieron, sino también en todos los que lleguen a conocer lo que contaré. Que la conozcan sin haberlo hecho. Eso es lo más importante.

Ella me enseño muchas cosas. Me enseñó a apreciar los pequeños detalles, esos detalles que hacen que los gestos diminutos tengan un gran valor, a apreciar a las personas, a los lugares, a los momentos, a tener sensibilidad. Tuve mucha suerte de haberla conocido.

Mi nombre es Adam Kelor. Todo comenzó en 1234, a mitad del mes de julio que es cuando el sol calienta y el viento más cálido cruza las colinas cercanas a la ciudad de Pulmina, una de las pequeñas ciudades más verdes de Anatolia, que era el lugar donde residía cuando tenía 17 años, en una casa antigua en la calle Hierba buena. En ese entonces, durante algunas mañanas solía salir a pasear por las colinas cercanas con mis tres hermanos: Julia de quince años, la pequeña Lena de trece y mi hermano Gregor, un año mayor que yo. A veces salía a pasear con mis cuatro amigos, pero durante ese verano ellos habían viajado con sus familias a los países de Sinaria, Beliana y a Muénaga, por lo que ese verano solo salía con mis hermanos.

Nosotros caminábamos dos millas desde la calle Buen sauce hasta llegar a la quinta colina, lugar donde tendíamos un mantel en el pasto. Mis hermanas correteaban mientras Gregor y yo jugábamos con la pelota o simplemente hablábamos y pasábamos un buen rato. Solíamos llevar pan que nos preparaba la señora Anna, nuestra cocinera, agua para beber y nos quedábamos unas horas hasta casi el mediodía.

Luego regresábamos.

Un día los cuatro hicimos esa rutina. Caminamos las dos millas y, luego de estar unas horas, decidimos regresar ya que se acercaba el almuerzo. Levantamos el mantel, lo guardamos dentro de la canasta que Gregor cargaba y nos pusimos en marcha. Luego de andar casi una milla y mientras cruzábamos un pequeño bosque de pinos entre dos colinas comencé a sentir un agudo dolor en el tobillo derecho, mientras hablaba con mi hermano.

—¿Qué pasa que tienes esa cara? —Me preguntó— Estás cojeando.

—No sé, me duele el tobillo. Debo habérmelo torcido o algo así —Me recargué en un árbol y me senté en sus raíces para examinarme. Mi hermano se acercó a mi lado, solo Lena y Julia siguieron andando.

—¿Crees poder seguir caminando así? Tenemos un camino algo largo a casa…

—Creo que sí, pero espera un minuto.

—¡Lena! ¡Julia! ¡Esperen! –les gritó Gregor, pero ellas no le hicieron caso, siguieron andando por el camino. Según mis padres nosotros dos no debíamos dejarlas solas porque las consideraban muy chicas, así que mi hermano y yo debíamos seguirles los pasos cuando salíamos.

—Tú ve con ellas. Yo descanso un poco el tobillo y ahora los alcanzo.

—Bueno, pero no te tardes mucho. Alcánzanos rápido —y se alejó.

Me quedé unos minutos sentado, moviendo el tobillo, y me di cuenta de que me lo había torcido en algún momento de la salida porque, cuando me saqué el zapato para poder moverlo mejor, el tobillo me crujía. Estaba pensando en todo esto, frustrado con mi dolor, cuando en ese momento vi una silueta lejana

moverse entre los árboles, pero yo no llegaba a distinguir qué era. Me puse otra vez el zapato, até el cordón, me levanté y caminé despacio entre los árboles para ver quién o qué estaba por ahí. No me importó alejarme del camino, aunque nunca lo había hecho, ya regresaría por donde había venido.

Cuando estuve lo suficientemente cerca, la vi durante un instante. Estaba medio agachada, recogiendo unas pequeñas flores que crecían donde terminaba la pequeña zona arbórea y comenzaba la colina. Las flores blancas se elevaban sobre el suelo mullido de pasto en bastones. Me quede como inmóvil, sin poder moverme mientras ella miraba hacia abajo arrancando las flores y armándose un pequeño ramillete en la mano izquierda. Un libro y una canasta estaban en el piso a su lado. Nunca antes había visto a esa chica. Llevaba un vestido de verano marrón hasta la rodilla, de mangas cortas, y sandalias. Su cabello corto por sobre los hombros, de color marrón claro y con ondas a los costados del rostro. Nunca la había visto. Mientras la miraba sentí que el hecho de que yo estuviera escondido observándola era demasiado extraño, algo aterrador si me planteaba la perspectiva de que otro pudiera hacérmelo a mí, así que me decidí a irme inmediatamente del lugar, pero tuve tanta mala suerte que, sin querer, pisé una rama en el suelo y me caí de la forma más bochornosa que pude, de cara. Ella, obviamente alarmada, se ergio de golpe, se dio la vuelta para ver al intruso causante del estrépito y me miró expectante. No dijo nada, centrando en mí la mirada recelosa mientras yo mismo la observaba incómodo y tímido desde el suelo. Realmente no era mi intención asustarla ni ser un raro que la espiaba, internamente me palmee la cabeza por acercarme siquiera al lugar y por ser tan estúpido de caerme antes de irme.

Salté del suelo y me puse en pie mientras me dolía el tobillo. Cuando me miró pude verle el rostro.

Tenía la nariz pequeña y los pómulos rosados. Sus ojos eran marrones claros, traslúcidos, y me miraba con un poco de desconfianza; yo no sabía qué decir, pero la situación se tornaba incómoda, así que decidí hablar para mejorar el momento.

—Hola, mi nombre es Adam —Ella me miró extrañada, frunció el ceño —Adam Kelor. vivo a una milla de aquí. Lamento mucho haberme acercado así, solo pasaba por el lugar y me desvié… —Ella solamente me miró, pero no me dijo nada, así que le volví a hablar. –No quería parecer un mirón que anda espiando a las personas… espero no haberte molestado mucho, no era mi intención.

Qué bochorno.

—No te preocupes —me dijo mientras su mirada se suavizaba, su voz era aguda. —Me llamo Margarite Rebler —Se agachó, recogió el libro del suelo y lo metió dentro de su canasta, al igual que el ramo de flores blancas. —Y vengo a leer aquí. ¿Tú paseas o…?

—Suelo venir a pasear con mis hermanos aquí, a las colinas, por la mañana—. El silencio que se armó seguido de eso fue tan incómodo que tuve que buscar en mi mente algo para decir. — ¿Tú vienes siempre a leer aquí por las mañanas?

—La mayoría de las mañanas, sí. —Caminé hacia atrás unos pasos mientras ella hablaba y rengué un poco al hacerlo. Ella se dio cuenta de eso.

—¿Estás bien? Te costó caminar.

—Sí, es que… me torcí el tobillo, creo yo. Mis hermanos siguieron caminando y yo me paré para aliviarme-

—Comprendo. Ven…

Yo me quedé clavado en el piso.

—¿Qué…?

—déjame ver si esta hinchado, por favor— Me tomó por sorpresa, pero accedí. Adelante la pierna mientras me apoyaba de un árbol. Ella se agachó delante de mí y tocó gentilmente mi tobillo con sus dedos.

—Sí, está comenzando a hincharse —dijo y levantó la vista hacia mí. —Si me preguntas, hasta que se te vaya deberás caminar poco —. Se quedó en pie frente a mí. Recuerdo haber prestado atención a su estatura, ella me llegaba hasta la altura de los hombros. Se alejó de mí hacia su canasta, metió la mano dentro y sacó un ramillete de ramitas verdes.

—Toma, es romero. Lo hierves en agua y sumerges el pie, te desinflamará el tobillo. —Me extendió las ramitas pero no supe si aceptarlas. —Vamos, tómalas. Te las regalo. Me gusta cortar plantas cuando camino, tengo más. —Entonces agarré lo que me dio y me lo puse en un bolsillo del pantalón. Súbitamente me acordé de mis hermanos y de que ya había tardado mucho tiempo.

—Gracias, será mejor que me vaya... me están esperando —Pero, por dentro, yo no me quería ir.

—Bueno… entonces déjame ayudarte. Puedo acompañarte por el camino… ayudarte si te caes —la idea me gustó.

—¿Estás segura? No quisiera quitarte tiempo —le dije, pero ella se excusó.

—Para nada.

Y tomó su canasta con un brazo, se acercó a mí.

—¿Quisieras sostenerte?

—Está bien.

Entonces con el otro brazo me sostuvo por la espalda, y yo la tomé del hombro para sostenerme y afirmarme. Allí comenzamos en camino juntos. Cruzamos la zona arbórea y atravesamos las colinas y conversamos en el camino. Me dijo que tenía una hermana más pequeña llamada Frieda y que sus padres se llamaban Albert y Agnes. También que vivían a las afueras de la ciudad, en una casa de paredes amarillas con pilares de piedra. Yo había visto esa casa antes, no estaba cerca de la mía porque se desviaba al Este, unos diez minutos a pie. Yo le conté que tenía diecisiete años, que era hijo de Gustavit y Helena y que vivía a cinco minutos de las afueras de la ciudad. Cuando llegamos a la ciudad nos soltamos.

—Bueno. Encantada de conocerte, Adam. —Me sonrió y le respondí.

—Igualmente, Margarite —Le tendí la mano. —Muchas gracias por acompañarme. —Ella simplemente asintió.

Me costó un poco llegar hasta mi casa, mi tobillo empeoraba. Cuando llegué, crucé el salón principal y subí las escaleras pensando en esa chica. Ya en mi cuarto, directamente me lancé a mi cama sobresaltando a mi hermano, que se vestía para comer.

—Demonios, Adam ¿Por qué te tardaste tanto?

—Me costó caminar hasta aquí, mi tobillo está hinchado —Me saqué el romero del bolsillo y lo miré.

—¿Y eso? —me preguntó.

—De un arbusto que encontré.

—Podrías usar romero para el tobillo —me dijo. —Mamá dice que te vistas y te apures, ya vamos a comer. —Y salió del cuarto.

Seguí mirando la ramita y la olí, pero no la utilicé para el tobillo. Abrí un libro de la mesa de luz, puse la rama entre la tapa y las primeras hojas y la guardé. El resto del día lo pasé pensando que podría volver al día siguiente. Sin un motivo claro, pensé que el día siguiente sería una buena oportunidad para despejarme caminando un poco más. En los almuerzos siempre pasaba lo mismo. Mi madre y mi padre solían hablar y alguno de mis hermanos contaba algo trivial que había hecho en el día y, quizá por esa intrascendencia, ese día durante el horario del almuerzo tuve una especial oportunidad para pensar en la chica desconocida que por alguna razón rondaba mi mente.