Leo tenía cuatro añitos y era el niño más tierno que alguien podía imaginar. Su carácter vivaracho y feliz iluminaba cualquier espacio en que se encontraba, y Gaia daba gracias al cielo porque Leo era demasiado pequeño cuando todo había ocurrido, y los oscuros sucesos de su pasado no habían afectado su personalidad o su alegría.
Todos recordaban aquel día porque había sido el último anuncio de un bebé dentro de la familia Di Sávallo. Todos se habían reunido para felicitar a Malena, que esperaba su segundo hijo y el que sería por un tiempo el más pequeño de la familia. Nadie sabía exactamente cómo, pero en un momento Leo pegó su pequeña oreja a la insipiente pancita de la colombiana e hizo su declaración:
—Es una niña. —Todos rieron, porque con ocho semanas era imposible saberlo incluso para los doctores—. Tía, yo la quiero para mí.
Malena había soltado una carcajada y le había revuelto el negro cabello con cariño.
—Todavía no sabemos si será niña, Leo.
—Lo será, yo lo sé —había dicho con mucha convicción.
—Bueno, si es niña, te dejaré elegir su nombre —había aceptado Malena.
Leo había acariciado la pancita de nuevo y dejando un beso, le había dedicado la mejor sonrisa del mundo.
—Te vas a llamar Mía… porque serás para mí.
Y en ese momento, nadie le creyó.
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Mía observó su imagen en aquel espejo que cubría toda la pared, y no necesitó que nadie le dijera que se veía hermosa. Ya lo sabía.
Con sus veintidós años, era el resultado de la mezcla perfecta y precisa de los genes de un italiano y una colombiana, era imposible que aquel vestido se le viera de cualquier otra forma que no fuera genial. Tenía los ojos oscuros y los rasgos suaves de su madre, pero había heredado el cabello castaño y la piel blanquísima de su padre. Después de todo y según su tía favorita, era imposible que la genética de los Di Sávallo no dominara.
Sin embargo, en algo más era exactamente como su padre. Mientras su hermana Alexia había sacado el carácter recio y determinado de Malena Hitchcock, Mía tenía el corazón blando y el espíritu persistente de Ángelo.
Esa era la razón por la que estaba allí, probándose aquel vestido de novia y a tres semanas de casarse con el amor de su vi…
¿¡A quién quería engañar!? Giordi era un hombre maravilloso, inteligente, respetable, educado, amable, cariñoso… podía usar todos los buenos adjetivos del mundo para describirlo, pero aún así Giordano Massari no era ni sería nunca el amor de su vida. Ese puesto estaba reservado solo para «él»…
Pero «él» no estaba ahí… ¿cierto? Él no había estado desde hacía años, ocho para ser exactos.
Sintió una opresión repentina e insoportable en el pecho, y se apoyó con una palma abierta sobre aquel espejo, observando el reflejo que le devolvía.
El vestido de novia era absolutamente exquisito, no podía ser de otra forma si había salido de los talleres privados de Velucci. Con un corte princesa y un escote «Palabra de Honor», aquel traje minimalista destilaba la elegancia propia de una heredera del Imperio. Confeccionado en seda Mikado, con toda la espalda descubierta y una chaqueta de encaje a juego, resaltaba la delicadeza de sus curvas y lo mejor de su figura.
Y aun así no era el vestido perfecto para ella… ninguno lo sería, nunca; porque quizás el vestido fuera maravilloso, las flores preciosas y el salón de baile perfecto… pero no estaba segura de que el novio fuera el correcto.
Sus pensamientos viajaron ocho años atrás, hacia un rostro que le había hecho temblar las rodillas y el corazón cuando ella tenía solo catorce años y Leo tenía dieciocho. Sí, «él» se llamaba Leo, y era el último chico sobre el que podía posar sus ojos, pero había resultado ser cierto eso de que en el corazón no se manda, y Mía nunca supo exactamente cuándo se había arrancado el suyo para ponerlo a los pies de aquel muchacho.
Había sido, durante un tiempo, el sentimiento más insoportable de su vida. Habían crecido juntos, lo conocía como la palma de su mano, cada acceso de ternura y mal genio que tenía, y amaba a su hermana Galiana como si hubiera sido su propia hermana… Pero por más que había tratado, Mía nunca había logrado sentir lo mismo por Leo.
Con Leo le pasaba algo más, algo distinto, oscuro y visceral que había comenzado a crecer muy despacio, pero con unas raíces demasiado profundas. Quizás había sido cuando empezaba a dejar de ser un niño, cuando los juegos cesaron y se convirtió en el hombrecito cabal que enterraba la cabeza en los estudios o dominaba un velero sin ayuda. Mía no recordaba cuándo ni cómo, pero sabía que en cierto punto Leo había comenzado a mirarla de otra manera o, quizás, de la misma manera en que ella no podía evitar mirarlo a él.
Habían logrado controlarlo durante un tiempo… o eso habían creído. Esa noche todo había pasado tan rápido que a veces a Mía le parecía solo un sueño. Ella se había quedado con Galiana y con Leo mientras sus padres salían a cenar con Gaia y Alessandro.
Leo se entretenía hablando con sus «amigas» que irían pronto con él a la universidad, y a ella no se le había ocurrido nada mejor para enterrar sus celos que robarse algunas botellas de vino de la bodega y hacer una fiesta con sus propios amigos.
Lamentablemente la fiesta había durado muy poco. En una hora estaban todos caminando a gatas, Leo había golpeado a un par de chicos hasta lograr que salieran todos de la propiedad, Galiana se babeaba completamente ebria en un sofá, y ella, que todavía veía doble pero no triple, había sido la que se había llevado la peor parte.
Lamentablemente, ni siquiera estar medio ebria podría borrar de su mente todo lo que pasó después. Aún con ocho años de por medio, podía sentir la mano de Leo cerrándose sobre su brazo para arrastrarla hasta la terraza.
—¿Cómo se te ocurrió, Mía? —le había reclamado como si fuera su padre—. ¿Crees que es una gracia ponerte como una cuba estando con chicos alrededor? ¿¡Qué no sabes lo que pueden hacerte!?
Mía le había sacado la lengua con un gesto infantil.
—¿Y qqqqué me vvvan a hacer? —había respondido arrastrando las letras solo para molestarlo.
—¡Pues… te pueden lastimar, Mía! —Para ese momento ya Leo gritaba y Mía estaba lista para dar saltitos de satisfacción—. Te pueden… —Su rostro estaba tan descompuesto que parecía a punto de que le diera un síncope—. ¡Te pueden tocar, te pueden…!
—¿Me pueden besar? —había preguntado ella con sus cejas muy juntas y su boca haciendo un gracioso puchero—. ¡Eso estaría genial! ¡Ya quiero que alguien me bese!
—¿Cómo que «alguien», Mía? ¿¡Te volviste loca!? —había vociferado, y Galiana tenía que estar perdida para no escuchar aquel escándalo.
—¡Pues es que nadie me ha besado nunca! —había protestado ella, encogiéndose de hombros—. Alguien me tiene que besar alguna vez. Estos bebés —había ronroneado poniéndose un dedo sobre los labios—, necesitan… ¡No! ¡Merecen… merecen atención!
Había sentido las manos de Leo sobre sus hombros, zarandeándola, al parecer para que reaccionara; pero había demasiada proximidad en aquel zarandeo.
—¿De qué diablos estás hablando, Mía? ¡Eres una niña nada más! —había siseado él con rabia y ella le había contestado exactamente en el mismo tono, levantando los ojos desafiantes para clavarlos en los suyos.
—Pero no seré una niña toda la vida, ¿verdad?
Lo próximo que había escuchado era un gruñido y algo relacionado con quitarle la borrachera a cubetazos. Las manos que con tanto gusto se habían cerrado sobre ella, la empujaban desde el borde de la piscina, en la que Mía se había hundido con un impacto sordo y helado. Era una excelente nadadora, incluso con media botella de vino en el estómago, pero ni Leo ni ella habrían podido prever jamás lo que pasaría.
Mía había tocado el fondo con las plantas de los pies y los pulmones a medio llenar de oxígeno, y se había impulsado hacia la superficie… pero la superficie no había llegado.
El tirón en su vestido le había dado la alerta y se había girado desesperadamente, tirando de él solo para darse cuenta de que un extremo estaba preso en una de las rejillas. ¡El extractor de recirculación estaba encendido! Y para una alberca de aquel tamaño se usaba uno de los motores más potentes del mercado. Había sentido la succión alrededor de sus pies, el maldito vestido se enredaba cada vez más y su oxígeno se iba. Ni siquiera podía mirar arriba, no sabía cómo pedir auxilio, no sabía qué hacer aparte de pelear contra el extractor y no morir, no quería morir…
Nunca supo si había llorado en ese último minuto, si había pensado en Dios o en sus padres o en él antes de cerrar los ojos, pero un impacto contra el agua muy cerca de su cuerpo y unas manos sobre su pecho la habían hecho reaccionar. Esas manos estaban literalmente destrozando su vestido desde el escote frontal hacia abajo, con movimientos tan desesperados que parecía como si trataran de liberarla del mismo infierno.
Había sentido un ardor horrible en el pecho y luego un impulso que llegaba desde abajo, obligándola a subir, a llegar a esa superficie que se rompía como un cristal sobre sus cabezas. Intentaba buscar aire pero le llegaba demasiado despacio, y entonces sí había sentido las lágrimas, agónicas y aterrorizadas, subir por su garganta.
Lo siguiente que había sentido había sido el cuerpo de Leo, completamente pegado al suyo, aprisionándola contra una de las paredes de la alberca mientras con una mano se aferraba al borde para garantizar que no se hundirían.
—Shshshshs, no pasa nada, Mía… no pasa nada… Shshshshsh… —pero la voz le salía tan horrorizada como la suya.
Cuando Mía se había atrevido a mirarlo, había visto esas lágrimas también en sus ojos, y ese semblante que solía ser de un delicioso color dorado, estaba en aquel instante mortalmente pálido. El cuerpo de Leo temblaba junto con el suyo, y al parecer los dos obedecieron a su segundo instinto: el de ella había sido cerrar las piernas a su alrededor, y el de él apretarla contra su cuerpo como si su vida dependiera —y hacía contados segundos realmente había dependido— de ello.
Lamentablemente ese había sido, como Mía descubriría a fuerza de lágrimas en los siguientes días, solo su segundo instinto. El primero era demasiado obvio, demasiado imparable, sobre todo cuando estaban los dos tan carca que podían fundirse el uno con el otro.
Mía no recordaba si Leo había tratado de evitarlo, pero sabía que ella, definitivamente, no lo había hecho. Había cerrado los brazos detrás de su cuello y buscado sus labios con toda la ansiedad de la inexperiencia, con toda la pasión de lo imposible, con toda la ternura de un primer beso…
Y Leo le había respondido, a regañadientes, rezongando, protestando, rebelándose con cada fibra de su alma, pero le había respondido. Había invadido su boca con todo el miedo y toda la angustia de perderla de hacía unos segundos. Había tomado sus labios con una desesperación infinita, y con la misma necesidad de un hombre que intentaba escapar de un destino terrible…
Pero no podía hacerlo, no podía escapar y ella tampoco, y con la misma brusquedad con que Mía lo había iniciado, él había terminado aquel beso.
Había sido un simple beso, nada más… pero Mía jamás había imaginado las consecuencias que aquel simple beso le traería.
Y ocho años después ahí estaba: lista para casarse con un hombre fantástico… que no era Leo.
Hacía ocho años que no lo veía, que se obligaba a mantenerse a una prudencial distancia, porque por mucho que le doliera, él había estado dispuesto a sacrificarse por los dos, y ella no podía echar por tierra su sacrificio poniéndose y poniéndolo en riesgo.
Pero de nuevo, ¿quién ha dicho que uno puede mandar en el corazón?
Mía sintió una mano cálida sobre su espalda y levantó los ojos cristalizados.
—¿Mi amor estás bien? —le preguntó Malena escrutando su mirada—. ¿No te gusta el vestido? ¿Pasa algo?
Mía negó con vehemencia y se cubrió el rostro con las manos.
—No… no, mamá, no es eso, es solo que no he comido nada hoy y… creo…
Malena tiró con suavidad de una de sus manos y la hizo sentarse en uno de los sofás del probador.
—Hija, no sé qué está pasando por tu cabeza ahora mismo, pero definitivamente esa no es la expresión que debería tener una novia… o al menos no una novia feliz —aclaró su madre y Mía no supo qué responderle.
Con cuarenta y seis años y un cuerpo de infarto que había heredado íntegramente a su hermana Alexia, Malena Hitchcock no solo conservaba eso de su vida como exmilitar y exbailarina; además poseía un instinto aguzado y una inteligencia emocional muy sensible… o al menos lo suficiente como para contener a su marido y a su hija menor.
—Escucha, no te voy a mentir, me agrada Giordano, es un buen chico, pero cielo yo no soy quien se casará con él. Yo elegí, elegí al hombre que amaba y que amo y no cambiaría eso por nada —sonrió con picardía—. Y a pesar de los nervios estuve dando saltos de alegría desde dos meses antes de mi boda, así que me doy cuenta perfectamente de que tú no los estás dando.
Malena la miró con esa preocupación investida de ternura que toda madre posee en alto grado. Pasó un brazo sobre sus hombros y la estrechó con amor.
—Mamá, tengo… dudas —admitió Mía—. Creo que esa es la palabra, tengo dudas.
—Entonces tómate un respiro de todo esto —le propuso Malena—. Todavía faltan tres semanas para la boda y en esta familia se sobran las mujeres para organizarlo todo. Vete, hija, saca todo esto de tu mente y trata de ver las cosas desde una perspectiva diferente.
Mía asintió.
—Está bien, veré si Galiana quiere…
—No, no te lleves a Galiana, ni a Alexia, ni a nadie —la interrumpió su madre—. Aquí ya tienes gente que creen saber lo que es mejor para ti, y a veces, hija, los consejos de las personas que amamos no son tan buenos como creemos. Vete sola, piensa sola, y asegúrate de regresar con la respuesta correcta «para ti», ¿de acuerdo?
—De acuerdo, mamá.
Malena le dio un beso en la frente y salió para que su hija pudiera cambiarse; y Mía se quedó sentada en aquel sofá, sin saber cómo hacer el siguiente movimiento.
Tomar distancia.
Ver las cosas desde una perspectiva diferente.
Irse sola.
Regresar con una respuesta…
¡Pero ella no tenía preguntas! ¡El único signo de interrogación abierto en su vida seguía siendo él!
¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Buscarlo? ¿Para qué? ¿Para cerrar un ciclo que realmente ni siquiera había comenzado?...
Sintió de nuevo aquella opresión sobre su pecho, y aquel vacío terrible en su estómago. Estaba a punto de dar uno de los pasos más importantes de su vida y él estaba en medio, o al menos su recuerdo lo estaba, y Giordi no se merecía eso.
Juntó las manos sobre el regazo, respiró hondo y tomó una decisión que era aún más vital que casarse: Si enfrentar a Leo sería lo único que la dejaría caminar en paz hacia el altar, ¡entonces eso era exactamente lo que haría!