Parte I
Sé que si toco tu piel me siento en paz, si peleo contigo en un excitante debate cultivas mi mente y, si me alimentas besándome, el hambre voraz desaparece; o quizá se vuelva indomable y me destruya para siempre.
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—¿Es una broma?
Dejé la taza de café en el borde de la encimera y me quedé mirando a la nada. Mi madre, Hilda Campos, estaba haciendo uno de sus tantos platillos, podía saberlo porque escuchaba los movimientos de los recipientes de acero y los cubiertos.
Por enésima vez acomodé el teléfono en mi oído, esperaba que la posición me diera más audición y la petición que acababa de escuchar fuera cosa mía.
Ella bufó, la imaginaba haciendo una mueca con los labios y arrugando la frente. Cuando éramos chicos, mis hermanos y yo solíamos correr por las escaleras, mamá salía de la cocina y nos regañaba justamente con ese gesto, con las manos en las caderas como una pequeña tetera a la que respetábamos, a pesar de que le sacábamos varias cabezas.
—Ya te dije, Sam, no es broma y no quiero escuchar nada más. Fede está muy preocupada por su hija, nunca ha salido de la ciudad por más tiempo del necesario, solo van a ser unos meses mientras hace su diplomado, ¿es tan difícil de aceptar? —Estaba usando ese tono que terminaba doblegándome, pero no quería ceder.
Desabroché el primer botón de mi camisa y aflojé el cuello. Vaya lío en el que estaba metido, ¿cómo iba a salirme de ese embrollo? Era una locura, definitivamente no quería a la chica en mi departamento.
—Tiene veinticuatro años, puede cuidarse sola —refuté. Mi madre suspiró con pesadez como si estuviera decepcionada. A pesar de lo molesto que estaba, amaba a mamá, así que busqué rápidamente una solución en mi cabeza antes de que dijera que nunca hacía nada por ella—. ¿Y si le digo a Jessica que la aloje en su casa? Seguro se sentirá más cómoda allá.
—¿Con tu novia la estirada? ¿Me estás tomando el pelo, Samuel? —Giré los ojos, exasperado. Mamá no era celosa ni por asomo, pero no estaba muy contenta con mi relación con Jessica desde que la conoció en la fiesta de Navidad, y no puedo culparla, Jess no fue muy agradable, más bien todo lo contrario—.
¿Crees que Becca se va a sentir cómoda con esa muchacha que se la pasa haciendo muecas cuando estamos cerca? No entiendo por qué detestas a la hija de Fede si nada te ha hecho.
—No detesto a Rebecca, ¿cuántas veces te lo he dicho? Solo me molesta su actitud malcriada y rebelde, luce como una gótica inestable llena de tatuajes y perforaciones. Si mal no recuerdo, se reunía con un montón de personas extrañas que se juntaban a fumar marihuana y a beber hasta caerse atrás de la escuela, no quiero eso en mi casa, mamá.
—¡Por Dios! ¡Eso fue a los quince! ¿En serio vas a juzgarla por su comportamiento en la adolescencia? ¿Acaso yo te juzgo por la vez que te emborrachaste en el colegio de monjas? ¿O por la vez que te encontré con aquella chica en tu habitación?
Me tallé el rostro con frustración, me iba a hacer viejo antes de tiempo si seguía discutiendo.
El problema era que yo la recordaba a la perfección, su adolescencia fue escandalosa. Adoptó ese look vampírico y sombrío, se tatuó, se puso un montón de aretes y se pintó algunos mechones del cabello de colores fosforescentes. En más de una ocasión supe, porque Fede le contaba a mamá, que había llegado borracha a altas horas de la madrugada u oliendo a cigarrillos, acompañada de un grupo de gente que no era aceptado por sus padres. Lo que escuché fue caótico, a mí me daba igual lo que hiciera con su vida, pero lo último que deseaba en esa etapa de mi vida era lidiar con esa chica. Tenía un trabajo estable y una relación, no necesitaba hacer de niñero.
—Sabes que no es lo mismo —dije, malhumorado—. Nunca hice algo que pusiera en riesgo mi vida o la de mi familia.
—Mira, hagamos un trato, si ella hace algo malo me llamas e inmediatamente se sube a un camión para regresar. Si aceptas, haré buñuelos cuando vengas.
Me quejé en voz alta. No estaba de acuerdo con aceptar, sin embargo, sabía que esta discusión no llegaría a ningún lado, ella acabaría con cualquiera de mis argumentos, solo perdía el tiempo.
—Deben tener azúcar y mucha canela —murmuré, resignado. Mamá siempre ganaba las batallas, ni siquiera sé para qué me esforzaba—. Pero por cualquier cosa sospechosa que haga, por mínima que sea, se ganará una patada en el culo, yo mismo la llevaré a la central de autobuses y la meteré al primer camión de regreso a Victoria.
—¿Escuchaste, Fede? Ya todo está resuelto. Becca, prepara tu equipaje que te vas para la capital —chilló, emocionada.
—¿Me pusiste en altavoz? —cuestioné y mi boca cayó abierta. Carcajadas se escucharon del otro lado. Intenté recordar lo que había dicho, Hilda era una desconsiderada. Respiré profundo para no soltar un montón de palabrotas—. Hablamos luego, mamá.
—¡No! ¡Espera! Llegará el jueves a eso de las seis de la tarde, más te vale que vayas por ella, es la primera vez que va a la capital. —Y, sin más, colgó. Miré el teléfono con incredulidad por un buen rato.
Rebecca Huerta era mi peor pesadilla, no es que hubiera hablado demasiado con ella antes, después de todo yo tenía ocho años más y nuestros intereses eran muy diferentes en aquella época.
Lamentablemente, me fijaba en ella más de lo que me hubiera gustado, era imposible no hacerlo, representaba todo lo que no me atrevía a ser. Los dos crecimos en un ambiente muy tradicional, muchas veces quise cruzar los límites, nunca fui valiente como para desafiar las reglas de mis padres de la forma que me hubiera gustado; ella lo hizo de todas las maneras posibles.
Por lo que sabía, Becca se había graduado en Gastronomía hacía un par de años e iba a estudiar en la Ciudad de México un diplomado de repostería tras haber conseguido una beca. En una de las largas llamadas que me hizo mi madre me contó del gran escándalo que surgió en la casa Huerta cuando ella decidió no seguir las costumbres de su familia. Lo aplaudía, a pesar de todo. Ahora tenía que compartir mi casa para que pudiera estudiar.
Me tentaba la idea de dividir el departamento a la mitad y pedirle que no cruzara la línea, pero no lo hice porque seguro le iría con el chisme a mi madre.
Mi familia y yo teníamos una relación sólida y amorosa, habría hecho cualquier cosa por ellos. Además, apreciaba a la señora Fede, era algo parecido a una tía, también era mi familia, no le daría la espalda.
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Vi a Jessica la noche antes de la llegada de Rebecca, cenamos juntos en uno de esos restaurantes que le recomendaba su padre —que era lo que hacíamos la mayoría de las veces—. Le dije que se quedaría conmigo la hija de una amiga de mi familia, no le tomó mucha importancia, cambió de tema rápidamente y me habló sobre su viaje a Francia, el cual había planeado con sus amigas.
Jess picoteó el filete de pollo y sonrió con ironía cuando le pregunté cuánto tiempo se marcharía.
—¿No lo recuerdas? —Giró los ojos. Abrí la boca para decirle que estaba seguro de que no lo había mencionado, pero decidí quedarme callado cuando me dio una mirada de advertencia—. Dos meses, iremos a varios lugares.
Llevábamos dos años, los mismos que llevaba trabajando en la Universidad de Estudios Avanzados de México. Era hija del profesor Gilberto Caño, un exdirector que hizo de mi estadía algo sencillo. Cuando llegué de Tamaulipas no tenía idea de qué hacer conmigo mismo. Estaba solo, él me acogió y me presentó a su familia.
Jessica era inteligente, guapa y refinada de pies a cabeza, sabía qué hacer para enrollar a las personas en su dedo, su capacidad para establecer conversaciones me sorprendía. No podía recordar con claridad cómo empezamos a salir, pero la iniciativa había sido suya. Nuestra relación no era convencional, era lo más loco que había hecho hasta ese momento, teníamos un trato: podíamos estar con cualquier persona, siempre que el otro estuviera enterado y tuviéramos claro que estábamos juntos.
La quería, pensaba que era la indicada, a pesar de que a veces había más frialdad que calidez, más lejanía que proximidad. No le prestaba demasiada importancia porque creía que esa era su forma de ser, pues nunca la vi siendo cariñosa con alguna persona.
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El jueves a diez minutos para las seis entré a la central de autobuses. Busqué en las pantallas la sala donde llegaría el camión y me dirigí hacia la terminal. Me detuve en la fila correcta y saqué del bolsillo trasero de mi pantalón una hoja con su nombre escrito con marcador negro. Mi madre me dijo cuál era el número del autobús, así que cuando se detuvo frente a mi vista me tensé.
La gente empezó a descender, dejé la vista fija en la puertilla, esperando que saliera la cabellera de mechones fosforescentes que recordaba. No vi a nadie que se pareciera a ella, volví a comprobar que fuera el camión correcto: A-578. ¿Se había fugado o qué demonios?
Saqué el celular, dispuesto a llamar a mi madre para decirle lo que estaba pasando, ni siquiera había puesto un pie en la ciudad y ya estaba rompiendo las reglas; pero un picoteo en mi hombro me detuvo. Giré el rostro y la vi.
Había una chica a unos pasos de distancia. Me quedé sin habla, completamente perdido en sus grandes ojos café que me contemplaban con curiosidad, eran demasiado bonitos. Tenía pecas espolvoreadas en las mejillas, su olor dulce me golpeó. Fue inevitable estudiar las finas facciones de su rostro, sus labios rojos llenos y regordetes.
Alcé una ceja, cuestionando silenciosamente su interrupción.
Di un paso atrás para salir del hechizo.
—¿Necesita algo? —pregunté y di una mirada nerviosa hacia el camión,ya vacío. ¿Dónde estaba?
La mujer que estaba a escasos centímetros sonrió, burlona. Una chispa de reconocimiento saltó en mi cerebro. No...no podía ser ella.
—¿Ahora fingirás que no me conoces, Samuel?
Solo bastó escuchar su voz para reconocerla, ese timbre medio ronco la caracterizaba. Mi mandíbula se desencajó al contemplar que Rebecca estaba frente a mí luciendo como alguien muy diferente. Y muy caliente.
Entrecerré los ojos, me obligué a sentir el mal sabor de boca por sus bromas. Me giré, furioso conmigo por no haber sido capaz de reconocerla, con mi madre porque no me advirtió y con ella porque se había burlado de mí.
Caminé hacia la salida echando humo por la nariz y la dejé atrás. No iba a fingir que me agradaba, podía lucir diferente, pero seguía siendo la misma.