Antón abre la ventana. No llueve, por fin. La gente lleva paraguas, por si acaso, y camina despacio mirando al suelo para no hundirse en los charcos. Los coches escupen agua al pasar por la calzada y la ciudad entera huele a humedad. Hace meses que Antón no pisa la calle. Ha dejado de interesarle el mundo de ahí fuera. Conoce todos y cada uno de los detalles de su calle y de su barrio. No hay nada que despierte su curiosidad y que no pueda ver a través de su ventana o lo que es mejor, imaginarlo. Por eso no le gusta la televisión, no te permite imaginar, te lo da todo hecho. Sin embargo, le gusta que le cuenten.
Su calle es estrecha, pero muy transitada. Conduce al mercado de abastos y las mañanas son un ir y venir de personas, con bolsas vacías primero y algo más tarde, al volver, llenas. A la derecha de su ventana hay una esquina con un pobre. Con horario de mañana, cuando tiene más posibilidades de que los viandantes le dejen algo de comida. Por las tardes se traslada a la puerta de la iglesia, con horario pactado con otros pobres, de cinco a siete. Misericordia…
A la izquierda, al fondo, la calle desemboca en una plaza pequeña y detrás el mar, el mar entero. Cuando ruge bravío, su rumor se cuela en la galería de Antón e intenta asustar. Delante de su ventana, en la casa de enfrente, hay un balcón con flores que cuida una chica los sábados por la tarde. Si le dolieran menos los huesos, especialmente los de las rodillas, se ofrecería a ayudarla. Parece simpática y canta bien. Podría cruzar la calle, subir a su piso, llamar a su puerta y decirle:
—Hola, soy Antón, su vecino de enfrente. ¿Quiere que le ayude? La observo todos los sábados desde mi ventana y sé bastante de plantas. Podríamos mejorar mucho este balcón. He sido jardinero.
—¡Oh, gracias! —diría ella abriendo la puerta para que entrase—. Pase, pase, a mí también me encantan.
Y entonces él entraría, y a partir de aquel momento todos los sábados por la tarde tendría una cita con Luz, la chica que cuida las flores de su balcón en la casa de enfrente.
Cuando el viento cambia a sur, Antón abre la ventana de la galería gallega detrás de la que vive y sabe que a partir de las siete de la tarde escuchará una música. Acordes, notas repetidas, escalas. No sabe lo que es una escala, ni un acorde, pero le gusta escucharlo. Tampoco sabe muy bien de dónde viene, aunque piensa que la música se escurre por el balcón de la chica que cuida las flores. A veces, las repeticiones adquieren ritmo, el ritmo se transforma en melodía y el corazón de Antón desacelera para no perderse aquella música que entra para él a través de su ventana.
Hasta hace poco paseaba por el jardín, por las mañanas, claro, como siempre, como si fuera a trabajar, pero el jardín ya no es lo que era. Los rosales de la rosaleda no están bien podados, muchos chupones invasivos absorben la fuerza de la planta madre e incluso ha tenido que quitar con sus manos artrósicas flores secas en bastantes ramas descuidadas. Algunos setos se han secado en las zonas más umbrías, los paseos se llenan de hojas sin barrer que crujen bajo sus pisadas y el estanque está sucio. Antón siente pena ante el deterioro de lo que ha sido su hogar durante más de treinta años, tanta que ha decidido dejar de ir. Y ya no busca alternativas, prefiere quedarse en casa. Si no hay temporal desayuna con la ventana abierta porque sabe que los mirlos van a verle como hacían cuando les llevaba migas al jardín. Hay días que le cantan con elegancia sublime y él les da las gracias y les deja las migas que aparta del desayuno en el alféizar de la ventana. Ellos se acercan y picotean agradecidos especialmente cuando las migas llevan un resto de mermelada. En invierno casi nunca vienen a visitarlo. Hace demasiado frío y Antón se pregunta dónde se resguardarán ahora. Recuerda que cuando trabajaba en el jardín todos los estorninos de la zona habían hecho su casa en dos árboles, dos carvallos gigantes, y al atardecer llegaban a miles a pasar la noche. Se iban colocando en fila, muy, muy juntos por todas las ramas y cuando desaparecía el último atisbo de luz apenas quedaba sitio para uno más. Era un espectáculo ensordecedor, y algunos decían que muy sucio pero a él le llenaba de vida. Ahora, con el primer sol de marzo comienza a regresar algún mirlo a su ventana y vuelven a desayunar juntos.
A su mente aún lúcida vuelven imágenes, sensaciones, escenas de cuando aquel jardín perfecto, pulcro y acogedor era su orgullo. Era su obra, le pertenecía y nunca sintió que era un asalariado al que le debían una paga por su trabajo, por supuesto necesitaba dinero para vivir, pero se sentía tan feliz en su jardín que ese derecho, que todo el mundo reclamaba, era para él otro regalo añadido a la suerte que había tenido en su vida. Las reivindicaciones laborales no las entendía bien, la lucha de clases eran asuntos complicados de otros y su pasividad y falta de ambición le complicaban a veces la vida con sus compañeros. No es que fuera tonto, manipulable o insensible. Era un ser pacífico, práctico, con pocas necesidades y la mente muy clara. «Para qué acumular más cosas que no necesito, para qué mejorar de trabajo si el que tengo me gusta y me hace feliz, para qué casarme si no siento la necesidad de tener una familia, para qué…». Tampoco se sentía un ser abusado por la sociedad, por sus jefes o por su entorno. Aunque era generoso, también sabía poner sus límites, ya que siempre había valorado mucho su independencia. Pero en principio era un ser colaborador por naturaleza y ese mundo tan sencillo en el que había creado su pequeño espacio era plenamente satisfactorio para él. Realmente habían sido años felices…
En el local debajo de su casa hay una panadería y cuando Antón se levanta y abre la ventana los aromas del horno trepan por la fachada y entran atropellándose. Se sienta en su butaca e inspira aquel olor antiguo, tan hogareño y llano que le transporta a la infancia y al crujir de un bocadillo. Por fin, llaman al telefonillo y la hija de la panadera le sube el pan del día.
Antón ya está arreglado y limpio, con un jersey de cuello alto y una chaqueta bien gorda de ochos que le hizo su hermana. Siempre hace frío. El viento se cuela por las rendijas de las ventanas de su vieja casa, más gélido cuando sopla del norte, más templado y húmedo cuando llega del sur. Pero dentro siempre hace frío. El sol pasa de largo por aquella acera y él echa de menos el calor suave de sus rayos en la espalda cuando trabajaba en el jardín. También echa de menos la lluvia, aquella lluvia apacible que limpia, alimenta y acaricia. Ahora la lluvia agrede sin piedad, como todo…
Se oyen las ruedas de un carrito de la compra. El rodar es ligero, está vacío y va camino del mercado. Cuando vuelva, el ruido será diferente, más sordo y grave, si va lleno, claro. La mujer de mediana edad debe de tener familia numerosa, ya que va diariamente a la compra y vuelve arrastrando el carrito con una mano y cargada de bolsas en la otra, con expresión de cansina monotonía.
Terminado el desayuno, lleva la bandeja a la cocina y friega el plato de la tostada, la taza del café y los cubiertos. No tiene lavavajillas. Para él solo… Guarda el frasco de Nescafé en el armario y la leche en la nevera.
Hay días que se ducha antes del desayuno. Otros después. Son lapsus que aún permanecen en el automatismo de su rutina de antiguo trabajador. Le cuesta un poco entrar en la bañera, las rodillas, que duelen, pero siempre lo consigue. Si algún día están demasiado desafiantes se sienta en el borde y gira. La sensación de toda una vida cuando el agua resbala por su cuerpo... Sensaciones que aún le quedan a pesar de todo. Minutos que merecen la pena vivirlos, aún. Se seca despacio, porque el aseo de la mañana le gusta disfrutarlo, ahora que puede. Antes salía corriendo, casi siempre justo de tiempo, porque tener el trabajo al lado de casa es un engaño. Siempre te engaña el tiempo. Las rodillas se quejan ahora de tantas horas dobladas antes, cuando trabajaba tan cerca de las flores. Seguro. Pero es un dolor dulce y querido, ya que proviene de aquella vida que tanto amaba. En cambio, los otros, los de la cadera y el fémur son traicioneros y amargos, porque le transportan, sin remedio, al día en que todo pasó.
Se sienta en su ventana y recuerda. Está plantando un arriate de petunias azules y blancas. Él quería insertar otro color, pero el jefe opina que dos son suficientes. Siempre le gustaron los colores. Con esfuerzo había conseguido preciosas hortensias rosas que eran la admiración de todos los paseantes. Le habían felicitado porque la tierra ácida gallega se empeña en teñirlas de un azul intenso. Qué satisfacción le producía su jardín, su obra de arte viva, rebosante de color, serenidad y elegancia. Lo cuidaba con mimo como si fuera un bebé delicado, le cantaba, y cuando alguna planta se entristecía, él le susurraba palabras de ternura como las que le musitaba su madre cuando él, de pequeño, tenía fiebre y dormitaba en la cama. Lo revive una y otra vez para reencontrar, escondidos en su memoria, aquellos sentimientos perdidos en el tiempo, y a veces los encuentra y los alimenta con cuidado, no vaya a ser que se atrofie definitivamente su maltrecha capacidad de sentir…, lo bueno, claro.
Cuando llama la hija de la panadera a veces le encuentra duchado y vestido, otras no. El tiempo, que sigue engañándole, que mezcla los días y a veces las horas. Todo se cruza.
—Buenos días, Antón. Hoy vas algo retrasado, ¿no?
—Sí, ya ves, hija, que me lío, esto de ser mayor es muy complicado.
—¿Te ayudo en algo?
—No, muchas gracias. Ya lo sabes, a veces voy un poco lento, pero siempre me apaño.
—¿Enciendo el brasero?
—No, déjalo.
—¿Quieres que te haga las tostadas? Hoy está mi hermano abajo y tengo tiempo.
—Gracias, niña, pero con la condición de siempre.
—¿Sí?
—Que te tomes un café conmigo y me cuentes…
—Siéntate, que ahora vengo con todo.
»Las tostadas con el pan de barra gallega, que ya sé que te gustan más. Tengo una noticia que darte y vas a ser el primero en saberla después de mi madre.
—Dime, dime.
—Pues…, que me caso.
—Y lo dices así, sin más, tan plano.
—¡Me casoooo!
—¡Eso está mejor, María! ¡Enhorabuena! ¡Dios, cuánto me alegro! Os ha costado un rato la decisión.
—Es que no es nada fácil, tú lo sabes bien.
—Ya, ya, nunca fui capaz. Me parecía demasiado complicado. ¿Cuándo?
—En septiembre. Tienes que venir, por favor, por favor, Antón. Te llevamos y te traemos nosotros. Tú solo tendrías que vestirte.
—¡Pero si no tengo ni un traje para ir de boda!
—Existen lugares donde se alquilan esas cosas… La excusa no vale. Tendrás que inventar otra.
—La encontraré.
—¡Antón, joder! No seas tarugo, pero voy a recordarte algo importante, por si has perdido la memoria. ¿Cuántas horas he pasado aquí contigo de pequeña mientras mis padres trabajaban? ¿Quién me cuidaba, me contaba cuentos, me acostaba cuando mi madre se retrasaba y se me cerraban los ojos? ¿Quién hace algo así día tras día cuando vuelve de su trabajo? Un casi padre, ¿no? Solo hace unos meses que se murió tu amigo del alma, mi padre, y tú…, bueno, ya sabes... La boda no sería igual sin ti. Que sí, que ya sé que no sales, que no te gustan esas cosas y que sería un gran esfuerzo, pero me gustaría tanto que estuvieras a mi lado… ¡Jo, Antón, por favor!
—¡Para, para! Bueno, aún queda tiempo para pensarlo.
—Pero lo pensarás, ¿verdad? Además, si no vienes es que no te alegras tanto como dices…
—Que sí, lo pensaré, lo pensaré.
—Oye, ¿no te cansabas de aguantarme? Tú que no tenías hijos, es muy raro lo tuyo, y yo no era especialmente tranquila…
—La verdad es que no lo pensé mucho, fue pasando como tantas otras cosas.
—Siento tener que decirte que aunque no vengas a la boda no eres mal tío.
—Vaya, gracias…
—¿Sabes? Ayer vi un vestido precioso, de color beige, el blanco no me gusta. Nos casaremos en el pueblo, es más bonito y barato. En la capilla sobre el acantilado, A Virgen de Uxía, y cerca hay un restaurante en el que celebran banquetes y que lo hacen muy bien. No es muy grande, pero seremos pocos.
—Lo tienes todo bien pensado.
—Oye, Antón, me siento…, no quisiera…
—Lo pensaré, niña, lo pensaré.
—En el armario de papá queda algún traje, teníais la misma talla…
En la acera de enfrente sí que da el sol. Por eso el balcón de Luz tiene flores todo el año. De muchos colores como le gustaban a él, cuando era jardinero. En verano, cuando el sol está muy vertical, sus rayos también acarician la fachada de su casa un rato por la mañana, y como nunca hace demasiado calor en aquella tierra, Antón agradece su calidez. La soledad, el sosiego y la vida que vas dejando atrás te enseñan a pensar, por eso él nunca se aburre. Su mundo interior es inmenso, mucho más brillante y vivo que el exterior, también más auténtico y noble porque a él no lo puede engañar. Está lleno, tan lleno que a veces se pierde dentro él, como en un laberinto imposible y pasa horas enteras sin poder salir. Así se deslizan las mañanas, pensando. Parece dormir, pero no duerme. Solo piensa, recuerda, revive, cuida el jardín. Para él, recordar, volver al pasado no es una negación del futuro, solo es otra forma de revivir todo lo que ha experimentado a lo largo de su vida, como si dispusiera de una segunda oportunidad. Eso sí, convive con un escotoma temporal, tan definitivo y radical que cierra el discurrir natural del tiempo vivido y divide brutalmente en dos su existencia: antes de lo que pasó y después. Sus recuerdos se limitan al antes, cuando aún se creía libre. Solo siente no poder recordar más, vivir de nuevo cada instante de aquella vida porque sabe que si no los recuerda es cómo si no los hubiese vivido. Como si ya hubiese muerto. Tantos años y a qué poco se reducen en el recuerdo…
Ahora que ya se encuentra en el después, en esa segunda parte de su existencia mucho más dura que la primera, no piensa dejarse vencer. Sabe que todo es diferente, pero él piensa vivirlo con la intensidad que pueda. La intensidad se pone donde uno quiere, no donde le dicen a uno que hay que ponerla. Lo aprendió hace tiempo, cuando se quedó solo en la penumbra. Ahora está convencido de que una vida intensa no consiste en hacer muchas cosas, una detrás de otra de forma atolondrada, sino en hacer menos, pero de forma más consciente. Hubo una época en su juventud en la que sí vivió atolondrado. La vida era inabarcable, atractiva, fascinante. Se sentía vital, seguro, físicamente fuerte y dispuesto a todo. Después, fue frenando los impulsos y el jardín, las plantas y las flores le enseñaron a observar su entorno y a vivir con más sosiego.
Aprendió a ser paciente mientras un brote se decidía a apuntar, comenzó a entender la vida y sus ciclos y con todo ello su afición al trabajo fue creciendo a medida que se iba introduciendo en el mundo de las plantas. Trabajaba sin horario y siempre estaba dispuesto a sustituir a compañeros. «Antón, como tú no tienes familia, ¿te importaría venir mañana?, es que yo…», le decían. El jardín había sido su único interés y la causa de su deformación profesional durante los primeros años de su vida laboral. Para él su trabajo no era tal, era su hobby, su afición más gratificante. Era consciente de que pocos de sus compañeros, y muchos menos de los visitantes de aquel jardín entendían que aquellas plantas eran seres vivos, que sentían, se entristecían y dormían por las noches. Su vida vegetativa era mucho más parecida a la suya de lo que afirmaban los libros. Él lo había comprobado a lo largo de los años, comprendía sus expresiones, el carácter de cada especie y su forma de comunicarse con él. Especialmente con él y no con los otros compañeros. Es que ellos ni se dejaban ni les interesaba. Simplemente seguían las órdenes del jefe y cumplían con su trabajo. Incluso algunos estaban convencidos de que Antón estaba muy próximo a la demencia.
Con el paso de los años, su mundo se fue ampliando y su imaginación se fue poniendo en marcha. Por eso cuando todo sucedió, su mente ya estaba mejor preparada para buscar recursos en su interior. Y fue así cómo, al tiempo que su vida real se ralentizaba, su curiosidad aumentaba. Ahora esa bendita curiosidad lo mantiene vivo aunque haya dejado de pisar la calle. Su percepción del mundo se está haciendo distinta, nueva, más profunda. Ahora lo ve con claridad y repasa todo aquello que pasó por delante de sus ojos sin ser visto, toda aquella belleza que un día dejó escapar porque sus ojos solo querían ver la belleza de sus flores. Como los temporales de invierno que azotan las rocas de su ciudad o los atardeceres en la playa, o las descargas de pescado en los amaneceres del puerto. Podía estar presente, pero las imágenes que captaba su mirada tenían escasa influencia en su mente. Rebotaban sin dejar apenas rastro. No es que se arrepienta ahora por haberse dedicado a sus plantas. Se arrepiente de haberse dedicado demasiado a ellas.
Ahora, desde casa, atiende, escucha y fundamentalmente imagina. Lo percibe todo, pero ya no sale. Utiliza aquellas imágenes que un día rebotaron en su mente para reconstruir su mundo, un mundo solo suyo lleno de sensaciones agradables, que son muchas, y del que prefiere excluir el odio y la bajeza moral. Todo eso, que choca con la barrera de su mundo interior, lo deja para la vida actual que otros viven. Nunca se ha parado a pensar si ha desperdiciado su vida o si ha perdido el tiempo. Los rencores consigo mismo no van con él… Además, desde muy pequeño siempre ha tenido la sensación de estar muy ocupado y siempre ha tenido algo que hacer. Con eso de que vivía solo, todo el mundo recurría a él cuando había alguna avería. Antón, que siempre fue un manitas, era capaz de reparar casi todo tipo de desastres caseros. Sus ágiles manos, su mente práctica y su espíritu colaborador hacían un equipo perfecto. Electricidad, fontanería, carpintería, cualquier avería que no fuese excesivamente complicada podía ser solucionada por aquel vecino siempre dispuesto a echar una mano. Por eso, su cocina rebosaba de guisos, postres y otras delicias regaladas por los agradecidos. Sin embargo, todo aquello que no fuese jardinería sí que era un trabajo para él, independientemente de que lo hiciera de buen grado y sin cobrar. Una de las paradojas de su vida: le pagaban por dedicarse a su hobby y no recibía nada por trabajar…, excepto manjares, eso sí.
Le gusta su dormitorio, por eso no utiliza la sala. Aquí la galería está incorporada a la habitación, por lo que las cristaleras llegan hasta el suelo dejando pasar sin ningún recato el cambiante clima de aquella esquina de la costa. Se inunda todo de luz en las tardes veraniegas cuando los rayos del sol rebotan en la pared blanca de la casa de enfrente o de grisácea oscuridad cuando las frecuentes tormentas invernales azotan con furia los cristales. Entre lo que escucha en la radio, lo que huele, lo que ya sabe por experiencia y lo que intuye, Antón se ha convertido en uno de los mejores hombres del tiempo de la ciudad sin necesidad de pisar el exterior. Seguro de que la hija de la panadera le consultará el pronóstico del tiempo para el día de su boda… En su dormitorio ha reunido todo lo que necesita. La camilla, su butaca tan cómoda, la cama bien cerca, el armario con su ropa, la puerta del baño. Hace años sí vivía en la sala, pero ahora le parece inhóspita, oscura, incómoda. Desde que cambió el colchón de su cama ya no le duele la espalda. Fue caro y aprovechó parte de la indemnización para pagarlo. En este colchón nuevo nunca ha dormido la chiquilla de la panadera porque ya era mayor y podía quedarse sola en casa. Dormía en el otro, el que estaba hundido y se clavaban los muelles. Pero a ella le daba igual, caía como un tronco en el abismo del sueño y cuando su madre volvía a recogerla, la cogía en brazos y nunca se despertaba. Antes de que él terminase con el cuento que le estaba contando, sus párpados se iban cayendo, empujados por el peso de las pestañas. Qué preciosa era…
Cuando se despierta cada mañana se encuentra con su inseparable amiga. «Buenos días, Soledad». Y la Soledad lo abraza, y él se acurruca en ella, y ella lo acoge, lo protege y sabe de su necesidad de serle fiel. Antón se siente bien en sus brazos, ya no la teme, como en alguna ocasión le ocurrió en la vida, y habla con ella; ella lo escuchará siempre. Había nacido con él, cuando su madre murió en el parto y su padre trabajaba duro para sacarle adelante. Aparcado durante largas horas en casa de una tía mientras su padre estaba en el trabajo pronto aprendió a no necesitar a nadie. Pasados los primeros ímpetus juveniles en los que su cuerpo fuerte le proporcionó mucho disfrute y placer, otro suceso le obligó a madurar rápidamente, su padre murió de una larga enfermedad. En este momento lo encontró Soledad por segunda vez. Solicitó una plaza de aprendiz de jardinero en el ayuntamiento y al ser huérfano de padre y madre se la concedieron. Esta sería su vida desde entonces. Se hizo más callado y solitario a medida que también se incrementaba su pasión por las plantas. Y ya nunca más se separó de Soledad.
No vivió solo toda su vida de forma premeditada, simplemente sucedió. Su introversión, su dificultad para expresar sus sentimientos y su falta de vocación por formar una familia lo mantuvieron soltero. Se encontraba bien así y no echaba de menos la compañía femenina. Sus apetitos sexuales eran periódicamente satisfechos por Filo, una ya amiga que trabajaba en un burdel del puerto. A veces se pregunta qué habría sido de ella.
—Jefe, ¿plantamos en esta zona las buganvillas? Se pondrán preciosas, aquí da mucho el sol de la tarde.
—No me preguntes, Antón, hazlo sin más. Si sabes tú más que yo de este jardín.
—Ya, pero usted es el jefe.
La radio te cuenta cosas, como cuando se juntan las palabras y forman una historia que ves dentro de ti, por eso le gusta. La radio forma parte de su programa de tarde. Cuando dejó de trabajar se desordenó su vida. Totalmente. No había manera de controlar el paso del tiempo y las tardes atropellaban a las mañanas, las noches a las tardes, y las mañanas a las noches. Todo era un caos. Se descontroló su vida de tal forma que pensó que ya nunca más volvería a ser dueño de ella. Pero lo fue consiguiendo y ahora el orden es fundamental en su rutina. La clave de su existencia. Le ha costado aprenderlo, pero ya no puede vivir sin él. Tanto el orden horario como el orden espacial. Con él orienta su existencia de forma segura a pesar de que a veces las rutinas se entrecruzan y lo desorientan. El orden le permite seguir sin depender de nadie. Solo de María, que sube dos veces al día.
María es como una hija. Él, que siempre había rechazado la idea de tener un hijo pensando que en el mundo ya había suficientes niños y que para uno que no siente la necesidad de inmortalizar sus genes era mejor estarse quieto, se encontró sin pretenderlo con una niña que cuidar. Y para colmo, ni llevaba su genética… Aquello le dio qué pensar durante mucho tiempo, fue como un primer aviso de la impotencia de las personas que se sienten con absoluto control de sus vidas sin entender cómo esa vida juega con ellas y con su pretendida libertad. Sin embargo, aquel primer desvío de sus planes vitales no le supuso demasiado esfuerzo, es más, encontró en aquella nueva situación algo progresivamente adictivo que no entendía bien. También moderó su arrogante independencia juvenil y le enseñó que no es tan fácil vivir aislado dentro de una sociedad tan interrelacionada.
Ahora, después de tanta vida sabe muy bien que una cosa es ser autónomo y otra muy distinta ser anacoreta. Por las mañanas, cuando María sube con el pan, apunta lo que necesita de compra, pasa por el mercado a lo largo del día y cuando se cierra la panadería, sube a verlo y le lleva la compra. Él come muy poco, por lo que la compra es sencilla. Le gusta cocinar. Presume de hacer la mejor tortilla francesa de la ciudad y María le toma el pelo. «Cualquier día te dan una estrella Michelin», le dice. «No me hace falta», asegura él muy serio sin tener mucha idea de qué le está hablando la chica. A veces le echa jamón, o tomate. Con cubitos de caldo hace sopas de fideos, que también le encantan. A menudo le suben una empanada de atún de la panadería y la disfruta durante una semana entera. La madre de María también sube a verle, pero menos, porque trabaja día y noche. A pesar de todo el pan que come, está esquelética porque el trabajo la consume. Como a su hija, que se le notan todos los huesos del cuerpo.
Los sábados por la tarde, María sube temprano porque después sale con su novio. Coincide con el momento en que Luz, la chica de la casa de enfrente, cuida las flores de su balcón. Comentan los cambios que hace, los trasplantes, las flores que han salido nuevas o las que parecen tener los días contados.
—Con la tarde tan buena que hace, la chica de enfrente debería aprovechar para abonar todas las macetas. Es el mejor mes para hacerlo —dijo Antón.
—Deberías ir a ayudarla. Seguro que le pondrías un balcón precioso.
—Ya, pero no la conozco. Hace poco tiempo que vive en esa casa.
—Sí, son nuevos. Me lo dijo mi madre.
—Huelo a jazmín.
—Yo no. Tu olfato mejora con la edad, Antón.
—Ya ves, para compensar… Oye, niña, el jueves es el aniversario de tu padre, ¿no?
—El viernes, que es 15. No te preocupes, que vendré a recogerte.
Hace un año que el padre de María murió de un cáncer y su viuda ha convocado a la familia que quiera participar y a Antón a una comida en su recuerdo. Habrá grandiosas empanadas. No hay misa, porque no son creyentes, así que todo se hará en su casa, en el edificio contiguo a la panadería. Ese día, a partir del mediodía se pondrá un cartel en la puerta: «Cerrado por aniversario de defunción» María tiene un hermano y todos trabajan en el negocio, se llevan bien porque no tienen tiempo para llevarse mal. Son gente sencilla, noble y de fácil convivencia. Manolo, el padre de María, era uno de los mejores amigos de Antón. Salían juntos a caminar por el paseo marítimo cuando ambos terminaban el trabajo y comentaban lo sucedido en la jornada. A Manolo también le encantaban las plantas y cuando tenía un rato se iba al jardín a ver trabajar a Antón y aprender de jardinería. «Tú lo que quieres es quitarme el trabajo», le decía el jardinero a su amigo cuando este aparecía dos días seguidos. Un día se pelearon de verdad. Manolo era del Dépor y Antón del Celta de Vigo. El panadero no se cansaba de llamar traidor a su amigo hasta que una tarde le pilló cruzado y se enzarzaron. El enfado les duró unos cuantos días, la reconciliación se celebró con Albariño, pero ambos siguieron defendiendo las bondades de sus equipos y discutiendo como antes.
Antón le echa de menos. Mucho.
…No es fácil ser autónomo mentalmente en un mundo en el que todo tiende a dirigirte, manejarte, anular tu espíritu crítico para que no quede el más mínimo resquicio que pueda escaparse a esa sutil manipulación que nos domina. Estamos globalizados, ese término tan nuevo como perverso, y que esconde, bajo la apariencia de un beneficio para el ser humano, una clara intención de esclavización económica y anulación de las diferencias que puedan interferir en ella. Se impone, en vez de dialogar, se engaña, en vez de informar, se amenaza en vez de convencer. Y después se envuelve todo en papel de regalo y se ofrece como la única y maravillosa solución para ser feliz. Y hay que considerarse tan afortunado por poder participar en un mundo lleno de belleza, de amabilidad, de conocimiento, de modernización, de tecnología…
Antón escucha la radio y esta meditación le hace pensar durante días enteros. Se ha enganchado a un debate de tarde en el que participan personas interesantes y que tratan cada día un tema concreto. Por primera vez parece que ha entendido qué significaba la globalización. Intenta analizar su vida y comprobar hasta qué punto está él globalizado y le entra la risa. Ese mundo del que hablan en la radio va por otro camino bien alejado del suyo. Impensable que esa vida tan actual y moderna tenga algo que ver con él. Pero se puso a buscar. Como un juego. No va a la moda, no le gusta la nueva cocina, apenas sale, le gusta escuchar la radio, el fútbol ya no es una afición, prefiere estar solo, no ve la televisión y no tiene un mísero euro para consumir. Llega a la conclusión de que, las personas desamparadas y humildes como él no interesan a la globalización. «Habrá que tener un mínimo de nivel para que se molesten en globalizarte», piensa. Y se queda tranquilo con una media sonrisa congelada en los labios.
El pan ha pasado a ser la base de su alimentación, como el arroz para algunas culturas orientales. Siempre le ha gustado, pero ahora más. A medida que los de abajo han ido experimentando con diversas masas, Antón ha sido el primero en probar los resultados y dar su opinión. Ha de reconocer que le gustan todos, aunque su preferido sigue siendo el de su infancia: el macizo, denso y sabroso pan de bolla de Santiago. Ahora, cena pan con algo. Es tan fácil, tan cómodo, tan rápido que ya no se preocupa de más. Así por la noche no tiene que fregar, aunque no le disguste la sensación de notar el agua templada con jabón en sus manos cuando friega el par de cosas que utiliza al mediodía. Realmente está orgulloso de sí mismo. Ha sido capaz de sobrevivir, de recuperarse y a pesar de la fuerza con que algunos odios camuflados en su interior surgen de vez en cuando es capaz de dominarlos para que se aparten del centro de su vida. Que no le hagan más daño, que ya ha tenido suficiente…
María lleva tiempo intentando convencerle de que necesita moverse. Dice que desde que ha dejado de salir sus músculos tienen que estar atrofiados y que cualquier día no va a poder ni levantarse de la cama. Él la escucha en silencio, pero sabe que es verdad. A veces pone disculpas: «Es que las rodillas…». «Si no las mueves será peor», le contesta ella. Lo piensa y un día tiene una idea. «Ya está, arreglado». Al día siguiente, cuando le sube el pan por la mañana se lo propone.
—Oye, María, aún no me has dicho dónde vas a vivir.
—Sí te lo he dicho, pero no te has enterado.
—¿Me lo podrías repetir si no te importa y no es demasiado esfuerzo?
—Bueno, vale, pero la próxima ya puedes poner más atención…
—Te estás volviendo como tu padre.
—No sería extraño.
—¿Me lo vas a decir o no? —Les gustan estos juegos.
—Al final de Acacias, hemos alquilado un piso de dos dormitorios. Está a diez minutos de aquí, por eso es un poco caro. Entre el sueldo del gimnasio de Suso y el mío lo podemos pagar sin demasiados agobios. Espero que a él no lo echen…
—Es que se me ha ocurrido una idea. ¿Es amueblado?
—Si queremos muebles nos cuesta algo más. La cocina sí lo está.
—Te regalo todos los muebles del salón.
—¿Cómo dices?
—Sí, sí, todos, sin dejar uno. Así te saldrá más barato el alquiler. Solo tienes que comprar la cama de momento. No son malos, pero yo no los quiero. Úsalos tú y si más adelante no los quieres y puedes comprarte otros más modernos, los tiras.
—Ahora sí que creo que has perdido la cabeza de verdad. ¿Y tú qué vas a hacer?
—Lo mismo que hago hasta ahora. Vivir en mi habitación. No necesito más.
—¿Y si tienes una visita?
—¿Has visto alguna en estos últimos años?
—No.
—Solo pongo una condición. Quiero utilizar el salón de gimnasio. Necesito la ayuda de Suso. Que me enseñe algún ejercicio, que me consiga alguna colchoneta, en fin, todo eso.
—No te creo.
—Pues está todo muy pensado y decidido.
—¡Joder! ¡Joderrr!
—María, no seas tan bruta…
—¡Es que eres grande, Antón! Eres genial. Nadie puede contigo. ¡Trato hecho! Mil gracias, amigo. Se te quiere…
—Anda, déjalo, no seas cursi.
—¡Mira que eres cardo, Dios! Pero…, ¿estás seguro de verdad, de verdad?
—Anda, vete.
«Los camelios estarán floreciendo», piensa. Antes eran sus flores preferidas, pero ahora le gusta más el olor de las gardenias. Si las camelias tuvieran aroma serían indiscutibles. Una vez fue a ver un concurso-exposición de camelias que organizaba el Ayuntamiento de Pontevedra. Por supuesto, no se lo pagaron, pero fue porque quería ver las diferencias que existían con las que ya conocía y aprender algo más de ellas. Ningún compañero quiso desperdiciar un día de fin de semana para ir a ver más flores con él. Así que se fue solo. Su sorpresa fue enorme, jamás había visto tal variedad. Allí aprendió que algunas especies de camelias sí tenían aroma e intentó plantarlas en su jardín, pero al jefe no le entusiasmó la idea. «Ya tenemos una espléndida rosaleda», dijo. También aprendió que las camelias son originarias de Oriente y que fueron traídas a Europa por jesuitas y comerciantes. En la dinastía Ming en China la camelia se consideraba «la flor más hermosa que hay bajo los cielos» y en Japón formó parte durante siglos de la vida diaria de la gente para adornar sus casas. Su nombre es un reconocimiento al jesuita Jorge José Kamel por sus trabajos de investigación sobre esta planta realizados en Filipinas. Cuando, años más tarde, unos científicos ingleses publicaron sus trabajos, utilizaron su apellido latinizado «Camellus» para referirse a esta flor. Existen más de doscientas especies, aunque la camelia japónica es la más habitual en los jardines del norte de España. Al volver de este pequeño viaje, Antón intentó contar sus descubrimientos a sus compañeros, pero su entusiasmo no se vio correspondido. Incluso el jefe, que era el encargado de renovar, actualizar y mejorar el jardín, era reacio a los cambios. Decía que su jardín estaba perfecto como estaba y que no se podía mejorar. Así que Antón se guardó sus conocimientos nuevos y siguió trabajando rutinariamente.
La vida te va quitando cosas y te recompensa con otras. A veces. La vida y el tiempo se alían y pactan una duración para un proceso vital. «¿Cuánto tiempo me das?», le pregunta la futura vida al tiempo. «Si eres sensata y cuidas tu energía, dispones de 89 años», contesta el tiempo, y entonces la vida se pone en marcha, escoge una energía que ande suelta por ahí, medio perdida por el universo y se transforma en alguien, tú, yo, otro…, y ese alguien dispone de un periodo definido que debe aprovechar, ya que no hay prórroga… La vida no cesa de enviar señales para que el viviente no desaproveche ese tiempo concedido, pero es común que el atolondramiento, la cobardía o la simple estupidez humana no las quiera captar. Cuando comienza una vida, el tiempo la recibe con los brazos abiertos, la cuida y la mima como a una hija. Cuando esa vida se apaga y su energía pasa a integrarse de nuevo en el universo del que partió, el tiempo la despide con naturalidad y permanece infinito dedicado a cuidar otras nuevas vidas que van llegando. Pero sin la vida, ¿qué sentido tendría el tiempo?
Antón sabe que gran parte del tiempo que le corresponde ha pasado ya, que lo que le resta por vivir siempre será inferior a lo que ya ha vivido y que el tiempo, aunque sigue cuidándole, sabe de su deterioro y ha fijado una fecha. Y así, acurrucado en su camilla, se deja envolver por esos pensamientos recurrentes que le invaden a veces y con los que juega como en una ruleta rusa. ¿Le gustaría saber la fecha exacta de su muerte? ¿Volverá la vida a jugarle otra mala pasada? ¿Será tan cruel? ¿Le espera algún acontecimiento que pueda considerarse bueno antes de su muerte? ¿Cómo será su final? ¿Le da miedo? En el fondo le da igual, ya que nada iba a cambiar en su vida. Parece una perspectiva muy deprimente, pero no lo es para él, que se ha acostumbrado a su forma de vivir. Es bien poco lo que tiene y bien poco lo que necesita. Bueno, eso sí, le gustaría vivir más caliente. En esta vieja casa hace un frío inmundo. Esa profunda sensación que siempre le ha invadido de ser no mucho más que una mota de polvo de su jardín arrastrada por los fuertes vientos de su tierra, esa conciencia de su pequeñez cuando observaba el cielo limpio en algunas noches de verano adornado por infinidad de estrellas le permite ahora hacer adivinanzas, preguntarse cosas absurdas aunque sepa que no tienen respuesta, juguetear con conceptos que no entiende ni entenderá nunca desde la humildad de su insignificancia. Es verdad que solo la edad avanzada te pone en situación de empezar a pensar en la muerte. Cuando comienzas a intuirla, a verla venir… Antón, como buen gallego, hace tiempo ya que la incorporó a su vida y la trata con total familiaridad. No le amarga, ni le obsesiona, ni huye de ella. Ahí está, como parte final de su existencia. La trata con naturalidad y cercanía para que, cuando por fin llegue, no le pille demasiado desprevenido. Pero, además, en su caso hay una gran diferencia. Ya la ha visto de cerca una vez y eso deja huella. Cuando su amigo Manolo, el panadero, murió, Antón, que meses antes sabía que iba a morir, se dedicó en cuerpo y alma a cuidarle y a estar con él para que su familia pudiera seguir trabajando. Se sintió útil, fue de una gran ayuda y Manolo se llevó al morir la serenidad de su mejor amigo.
La plaza al final de su calle es triangular y tres grandiosas palmeras cortan la corriente de aire que se escurre por la calle entre el puerto por un extremo y la playa por el otro. Hay bancos de madera y un pequeño bar con terraza cubierta. En verano, abren las puertas de cristal cuando la temperatura lo permite y sirven helados, cafés y refrescos. Antón solía bajar a sentarse en los bancos de madera porque no podía permitirse una consumición, y desde allí analizaba el trajín de la ciudad. Ahora ya no baja. Porque tiene frío, porque ya no queda nada qué analizar y, sobre todo, porque Manolo ya no baja con él. Manolo tenía una risa profunda, en cascada amplia, contagiosa y fácil. De cara redonda, como bolla gallega, coloretes de horno y ojos nobles y directos. Azules, como el mar en verano.
La radio sigue hablando toda la tarde. No se cansa. Antón a veces la escucha, otras, no. Pero la deja puesta para que les haga compañía a Soledad y a él. Aunque a los dos también les gusta el silencio. Está helado. Se levanta y se prepara un café bien caliente. Enciende el brasero. La última hora de la tarde es la peor para él. Será que el frío se va acumulando en sus huesos usados, porque la casa está aún peor por las mañanas. Separarse de la camilla es mortal. Cierra la puerta de su habitación. Las rendijas de la ventana de la cocina son cada vez más grandes, pero no tiene dinero para arreglarlas. No se lo dice a María. Él se apaña. Total, son unos pocos meses. El año pasado las tapó con masilla, pero aun así se cuela el frío. El viento del norte se ríe de los cristales a carcajadas y los atraviesa con un simple empujón. En verano revive. Hasta anda más estirado y parece más joven. Se lo dice todo el mundo. Ahora, con la idea que ha tenido de hacer un gimnasio en el salón seguro que mejora. Está deseando empezar. Suso es un buen chaval y sabrá ayudarle. Le han dicho que en cuanto encuentren una camioneta para llevarse los muebles empiezan.
«María estará a punto de subir», piensa.
Tenía otro amigo, que también era su cuñado… Un gran tipo y un amigo incondicional una vez ganada su confianza. Muy gallego, él. Avelino estaba casado con su hermana y no tenían hijos. No paraba de reñirle porque trabajaba demasiado. «Antón, nadie te lo va a agradecer», insistía, porque nunca reclamaba las horas extras, porque no se casaba y porque el dinero no le importaba.
—No hay mujer que soporte esa obsesión tuya por trabajar —repetía Avelino.
—Es que no voy a casarme. ¿Aún no te has dado cuenta?
—Pero ¿por qué? Se está bien en familia.
—Tampoco estoy mal solo.
—Cuando seas viejo te arrepentirás.
—¿Para eso os casáis entonces? ¿Toda la vida soportando a otro para que te cuide al final? ¿Y si no llega? ¿Y si os separáis antes? Que no, que es demasiado largo el plazo.
—¿Eres tonto, o qué? Cuando te casas no solo es por eso, es porque te enamoras y te apetece vivir con otra persona desde el principio. Yo vivo bien con tu hermana.
—Entonces no me digas lo de la vejez.
—¿No te gustan las mujeres?
—Que sí, que ya te lo he dicho mil veces. Mira que eres pesado. Tengo a Filo.
—¿Quién es Filo?
—Una amiga…
—¿Con derecho a…?
—Más o menos.
—Ah, entonces…
Tiene una bolsa de agua caliente, de esas antiguas de goma con funda de tela mullida para evitar quemaduras, que metes en la cama para calentar los pies. La llena todas las noches y la esconde bajo el edredón. El edredón fue un enorme regalo de los panaderos. Es de plumón auténtico, ligero y suave y bajo sus caricias se duerme como los ricos. Es un calor que se adapta a la piel y arropa, pero a pesar de ello no puede prescindir de la bolsa. Demasiados años juntos.
«¿Qué habrá sido de Filo?», piensa. La echa de menos. Podría llamarla, tiene su teléfono, se lo dejó un día que la invitó a tomar una cerveza en el puerto. Dejó de ir de repente, cuando todo pasó, cuando cambió su vida y comenzó a deambular por un mundo nuevo. Filo era dulce cuando quería y miraba a los ojos con un destello de desafío que provocaba en él una inmediata reacción de deseo. Una mañana fue a verle al jardín y él le enseñó todas sus flores, las que estaban a punto de nacer y las que aún tardarían en brotar. Filo aprendió algo de botánica y mucho del amor que un hombre podía tener por su trabajo. Creyó ver una sensibilidad nueva en Antón y eso le hizo apreciarlo de forma distinta. Se enamoró. Se lo dijo, pero él la rechazó. Estuvieron una temporada sin verse, aunque él continuaba visitando la casa periódicamente. Lo atendía otra chica. Pasado un tiempo, Filo volvió a aceptarlo como un cliente más.
Por fin suena el timbre y Antón va a abrir la puerta. Su vida gira en torno a esas dos llamadas diarias del timbre de la puerta. La de la mañana y la de la tarde. Jamás lo confesaría, pero es así. Sigue sin saber hablar de lo que le pasa por dentro. No solo le da vergüenza, sino que le cuesta encontrar la palabra adecuada para expresar un sentimiento.
María tiene llaves, pero nunca las utiliza. Las guarda por si hay alguna emergencia. Así, él no tiene más remedio que levantarse, ir hasta la puerta y moverse. Algo es algo.
—Cada día me tratas peor…
—¡Anda, deja de quejarte, hombre mimado! Sabes de sobra que necesitas moverte.
María es una chica recia y afable a la vez, acostumbrada al trabajo duro y con un sentido del humor muy gallego. Unos ojos salvajes, profundos y tan verdes como las algas que arrastran las olas de la playa y unos rizos castaños sin cuidar dan a su aspecto una sensación de fiereza sin pulir que mantiene desde muy pequeña.
—Te traigo unos tomates especiales, a ver si te gustan. La lechuga todavía no es muy buena, pero se deja comer.
—Gracias, hija.
—¿Has cenado?
—Todavía no.
—¿Te ayudo? Tengo un rato. Va a subir Suso a darte las gracias. Está encantado con tu regalo.
—Me alegro, pero no es un regalo, es un trueque.
—Llámalo como quieras, pero está encantado.
Sopla sur y Antón abre la ventana. Entran las notas del cello, aunque él no sabe qué instrumento es. Se sienta y escucha. Su corazón late al ritmo de la música, se acompasa con ella. Antes, cuando trabajaba, la música pasaba de largo, pero ahora entra dentro de él y le conmueve. Y se queda allí, en su interior, durante largas horas, sonando solo para él. Vuelve María de la cocina y le observa.
—Creo que es la chica de las flores.
—¿Cómo lo sabes? —se sorprendió María.
—Porque la música sale de su balcón. Justo enfrente, un piso más abajo.
—¡Vaya oído! Me enteraré, se lo preguntaré cuando la vea en la panadería.
—No distingo el instrumento que toca, pero me parece que suena bien. También podrías preguntárselo. Hay días que toca unas cosas muy feas, que se repiten y que no tienen ritmo ni sentido, pero otros, como hoy, llegan melodías preciosas. Yo diría que está estudiando música. También podrías…
—¿A qué viene tanto interés? Estás desconocido.
—Ya, no lo sé, puro cotilleo. Una chica que cuida flores y toca un instrumento seguro que es especial. Se me ocurre que podríamos hacer otro trueque… Yo le enseño jardinería y ella me enseña algo de música.
—Anda, tío, ¡ahora resulta que te estás volviendo sociable y, además, negociador...!
—¿Tú crees?
—No te preocupes, pronto te traeré información. Ese debe de ser Suso…
En medio de un tornado entran Suso y su vitalidad. Es grande, ancho, vigoroso, expresivo, potente. Levanta a María como si fuera una pluma, la abraza y la mira con una ternura tan grande como él. No cabe duda, se quieren. Sus miradas se cruzan y se funden dentro de ese mundo íntimo que han creado juntos. Les irá bien.
—¡Hola, Antón! No te levantes —dijo Suso.
—Que sí, que se levante —se rio María.
—¡Qué pesadilla de novia tienes! ¿Estás seguro de que quieres casarte? —Se levantó Antón.
—Estoy pillado, Antón, ya no tiene arreglo… Oye, ¡qué…, qué pasada lo de los muebles! Muchísimas gracias, nos ahorras un dineral…
—De nada, pero ya sabes que…
—Por supuesto. En un momento organizamos el gimnasio. Ya verás, te voy a poner nuevo. Así no te da la lata mi novia…
—Te lo agradeceré siempre… Oye, los muebles, como son muy sencillos, parecen modernos y podrían haber sido comprados en cualquier almacén de esos que contáis que están de moda.
—A mí me gustan mucho —dijo María.
—Y a mí. Además, los sofás están nuevos. Bueno, todo está nuevo. ¿Tú estás seguro de lo que vas a hacer? —preguntó Suso.
—Que sí —afirmó Antón.
—Creo que el sábado podré conseguir la camioneta —dijo Suso.
Cuando se van, Antón calienta el agua, llena la bolsa de goma y se acuesta con ella entre sus pies. Pone la radio y busca una emisora de música. Está decidido, va a aprender a escucharla. Esa que muchos llaman clásica, la que ahora le llega más dentro, hasta su alma. Recuerda que cuando trabajaba, su compañero Luis llevaba colgada del cinturón una radio minúscula de la que salían sin descanso canciones modernas. Tenía buen oído y las sabía de memoria, así que se pasaba las horas cantando, en una especie de karaoke laboral, para desesperación del jefe, que incluso amenazó con despedirle. «Pero jefe, si canto muy bajito y así trabajo mejor, ¿a ti qué más te da?». «Me da, que como un día aparezca por aquí don Roberto y te pille nos vamos todos a la calle». Antón escuchaba aquellas canciones con gusto, algunas le gustaban mucho, como las de los Beatles, otras menos. Pero en general, la música, aunque pasaba de largo, le parecía agradable. Se queda muy quieto, bajo el edredón y con la bolsa caliente pegada a su piel mientras se deja invadir por la extraordinaria grandeza de una sinfonía, la Novena, que fue capaz de componer un hombre para que la escucharan otros, ya que él había perdido la capacidad de oír las notas que sonaban fuera de su mente…
Se ha levantado demasiado pronto. Está inquieto. Cualquier cambio le altera, le desconcierta. Se pierde fácilmente en el desorden de su mente aunque después no le cuesta mucho volver al sosiego. Será por lo del cambio del salón. Se sienta en su butaca, demasiado pronto para desayunar… «Están descargando el pescado», piensa. Llega su olor a mar hasta la galería. Los viernes era uno de los mejores días para ir al mercado a comprarlo si la mar había estado tranquila. Era uno de sus entretenimientos favoritos, ir a la lonja a la salida del trabajo a ver las subastas. Solía acompañarle su hermana, su cuñado y a veces Manolo. Han muerto los tres, y ahora que se acerca el aniversario de su amigo vuelven a su mente los ratos buenos pasados con ellos. Con los malos, que siempre los hay, no pierde el tiempo. Se lo ha ido enseñando la vida y sus traiciones. Cuando su hermana y Avelino murieron en el accidente de coche, él tuvo que ir a identificarlos. Todavía trabajaba y su vida discurría plácida y ordenada. Nada se había vuelto en su contra y todavía le parecía que vivir era fácil. Al no tener muchas necesidades ni grandes aspiraciones había conseguido organizar su existencia de forma equilibrada y sensata. De su humilde sueldo de jardinero ahorraba un poco todos los meses para asegurarse un final de vida tranquilo, pagaba a Filo y demás gastos habituales y el resto se lo jugaba en el bar a la brisca. Además de su gran pasión por la jardinería, Antón tenía otra afición a la que dedicaba la paga extra del verano. Viajar. Tardó en descubrirla, pero una vez que hizo aquel viaje a Pontevedra para ver la exposición de camelias ya no pudo parar. Encontró una curiosidad dentro de sí que le llevaba a programar aquel viaje anual con verdadera ilusión. Comenzó por Portugal, ya que un compañero le había contado que la jardinería portuguesa estaba muy cuidada y merecía la pena verla. Y, además, estaba muy cerca. Decidió dedicar los viajes de los tres primeros años a conocer aquel país. El primero fue en busca de jardines y paisaje. El segundo, además de visitar jardines, recorrió las calles y disfrutó con el ambiente de las ciudades. En el tercero aprendió a ver monumentos y gozó de la grandeza de Lisboa, de sus gentes y de su vida. Entró en los Jerónimos con un grupo de turistas y escuchó atentamente las explicaciones del guía. Por la noche conoció a Aurora, una portuguesa terremoto y se emborrachó tanto que perdió el autobús de vuelta. Aprendió a viajar.
Nunca le han gustado las sorpresas, ni ha tenido facilidad para improvisar. Quizá por eso ha preferido vivir solo pensando que así controlaría mejor su vida. No contaba con que la vida tiene iniciativa propia y no siempre cuenta con el que la vive. Pero como es un hombre de pensar tranquilo no busca explicaciones enrevesadas. No ha sido Dios que le ha abandonado, su vida y la de Dios apenas coinciden, el accidente era su destino. Pero lo que ocurrió después, eso…, eso sí fue una traición humana.