Surgió impetuoso del caño
Como agua espumosa de la fuente
Despeñóse por ambos montes
Cruzó plácido por la hondonada
En busca de la mágica sima
Río blanco de placer
***
—Borja se muere.
Quedé con el teléfono suspendido en la mano, silencioso, mientras trataba de recordar nuestras caras, las de los tres, puesto que, de común acuerdo, siempre desistimos de hacernos fotografías que no harían otra cosa que acrecentar nuestra nostalgia con el paso del tiempo y una foto siempre es maldito pasado que ya no vuelve. La cara de Borja alargada, como un cuadro de El Greco; la mía, algo cuadrada; la de Leticia, redonda, como su cuerpo, con un delicioso hoyito en la barbilla como los hoyuelos que tenía al final de su espalda e inicio de su precioso culo. Su voz, todavía muy dulce – la edad y las circunstancias no quebraban el tono agradable que tuvo siempre, suave, bajito, aun cuando proponía las mayores procacidades —, me hizo volar una veintena de años hacia atrás, cuando las arrugas eran algo surreal que les pasaba a los otros y nosotros éramos jóvenes irredentos que nunca envejeceríamos y, por supuesto, inmortales. Patricia me miraba, desde el otro extremo de la sala, y me interrogaba con los ojos mientras yo era incapaz de soltar una sola palabra de aliento y me sentía desconcertado con el auricular en la mano. Percibía hasta mis pulsaciones en la muñeca y el batir de la sangre en las sienes.
Cuando alguien se muere no se sabe nunca qué decir para paliar una situación que no admite paliación posible, y por esa razón permanecí mudo. Toda desgracia es relativa, menos la muerte. ¡Qué desvalida debía de sentirse Leticia para recurrir a mí en ese momento tan triste! O quizá era que seguía firmemente enamorada, como al principio, o que yo continuaba siendo el mejor amigo que tenía Borja, su referencia viva, lo que le recordaría a él. Acerqué el auricular a mi boca e invoqué mi voz. No salió. Solía pasarme en momentos de tensión: las palabras huían de mi mente y ésta se quedaba en blanco, o, cuando ya tenía las palabras en la punta de la lengua, ésta se mostrara reacia a soltarlas, se convertía en un inútil miembro parapléjico que me llenaba la garganta y me ahogaba. Algo así me sucedió. Estuve frío y distante y, mientras hablaba, me escuchaba y me decía a mí mismo que ésas no eran las palabras adecuadas para consolar a una chica que, el que se iba y yo, que me quedaba, habíamos compartido apasionadamente una buena racha de tiempo y con la que tocar el cielo, saboreando su piel, se convirtió en algo corriente. Volví a sentirme como el canalla sin escrúpulos que era, cuando me acostaba con ella haciéndome pasar por otro y Leticia era un mero trozo de carne temblorosa a mi más absoluta merced, o cuando engañaba a Borja en sus propias narices y a muy pocos metros de donde él, ajeno a todo, peroraba, teorizaba, mientras ambos fraguábamos la traición impelidos por el deseo brutal de nuestros cuerpos.
—¿Estás segura? ¿Qué han dicho los médicos?
Los médicos eran los gurús de esta nueva sociedad que habíamos creado y de la que no estaba muy seguro de sentirme satisfecho. Procuraba evitarlos y demoraba años una ITV que debía ya pasar pues estaba en edad de adquirir un bonito cáncer de próstata o ser usuario de un by pass. Mi pavor hacia la secta de las batas blancas, hacia sus reconocimientos, era tal que prefería salir a la calle desnudo antes de que uno de esos adivinos de mis posibilidades de futuro echara un vistazo a mis entrañas y me predijera el tiempo que me quedaba. Todos podíamos morir a partir de una cierta edad, y Borja no era más que un ejemplo de ello. Morir antes de los cincuenta era un fracaso, o una cobardía, o un acto de inteligencia.
—Le dan de vida un mes—la voz de Leticia se hizo ronca, se partió por los lamentos. Tuve la visión de sus ojos acuosos e imaginé el estremecimiento de su pecho. Esas noticias precisaban contacto de piel más que teléfono. La hubiera acariciado, la hubiera besado, pero no tenía otro instrumento en las manos que un frío auricular del que brotaba esa voz rota. Hubo silencio largo e incómodo. Si ella me llamaba era para oír una palabra de consuelo, para que yo le dijera Ok. voy para allá, cariño. Pero no hubo nada de eso. Patricia me miraba, y me escuchaba, desde el otro extremo de la habitación, aunque no había censura en sus ojos sino simple curiosidad o preocupación por el gesto grave de mi cara que parecía estar leyendo como los sustos del diario de la mañana.
—De veras que lo siento. Si puedo hacer algo, ya sabes dónde me tienes.
Colgó.
—Borja que se muere— le dije a mi mujer, antes de que me lo preguntara.
— ¡Dios mío! No creí que fuera tan rápido.
Murió con puntualidad treinta y dos días después de aquella llamada. Los médicos de la UCI eran como los hombres del tiempo, ya no erraban en sus proféticas predicciones: miraban la carne y podían decir cuando empezaría a descomponerse. Su esquela salió publicada en los diarios. Una nota laica, concisa, sin apelaciones al recuerdo y huérfana, por supuesto, del “rogamos eleven sus oraciones por el alma del difunto”. Al menos Borja fue coherente consigo mismo en esos últimos momentos en los que a muchos se les enciende en la cabeza la luz de la duda. Leticia no me llamó para darme la noticia. Fui al tanatorio de la mano de Patricia mientras mi madre se quedaba al cuidado de Paulina a la que le dijimos la verdad, que íbamos a visitar a un viejo amigo.
No había excesiva gente ni se mascaba el dramatismo. Recuerdo que el suelo brillaba, que reflejaba nuestras figuras pasando por él, que reproducía nuestros pasos después de que hubiéramos estampado nuestras firmas en el libro de condolencias de cubierta de cuero. Los recintos mortuorios hacía mucho tiempo que habían abjurado de su aspecto tétrico y eran antros luminosos que predisponían a la alegre locuacidad de los que en ellos se reunían para intercambiar recuerdos sobre el que ya no estaba y, en cierto modo, celebrar la vida. La arquitectura moderna, la luz, los jardines habían sustituido a la tétrica suntuosidad de antaño en un intento de desdramatizar la muerte. Sólo el pesado olor de las flores cortadas me devolvía a la realidad.
Yo siempre había sostenido la teoría de que en los funerales es donde verdaderamente están los que te aprecian y es una desgracia que el muerto no pueda levantarse para agradecer su presencia: los que acuden no esperan nada a cambio, reviven al muerto en sus charlas, se pellizcan con cierta alegría diciéndose que aún ellos están vivos, se mueren de hambre y lo normal es que después de la inhumación se vayan a comer a la salud del difunto y todos alardeen de una salud de hierro, como si la muerte fuera contagiosa. Había algunos viejos amigos de facultad, ya sin pelo, o con el pelo blanco, o con barriga burguesa, y amigas con las señas crueles de la menopausia en sus cuerpos distorsionados en donde antes hubo curvas generosas que avivaban el deseo, y los escasos familiares que le quedaban a Borja, y su viuda, aunque nunca llegó a casarse con ella.
—¿No vas a verlo? – me preguntó Patricia.
—¿Me acompañas?
—Ya sabes que me desagrada.
Fui a verlo. Y mientras entraba en aquella reducida salita en la que Borja reinaba bajo un refrigerado vidrio, eché la cuenta de todos los entierros a los que ya había acudido, de qué proporción de muertos sobre vivos tenía entre mis conocidos: demasiados. No me desagradó contemplarlo. Los servicios funerarios del país se estaban poniendo a la altura de los del otro lado del océano; quizá es que vinieran técnicos con acento de Idaho y goma de mascar entre los dientes a instruir a los maquilladores de cadáveres y embalsamadores. Había muertos que tenían mejor aspecto que los vivos, que estaban más guapos, que dormían sencillamente y te inquietaban porque cabía lo posibilidad de que abrieran un ojo y sonrieran. Ese era el aspecto del bueno de Borja. Sonreía. Alguien, quizá algún bromista, había dibujado ese rictus en su boca, en vez de alinear sus labios con la mandíbula y darle el aspecto solemne y dramático que las circunstancias requerían. Al menos no le han puesto corbata, me dije, mientras colocaba la mano sobre el glacial cristal que lo cubría y abandonaba la pequeña salita.
Estaba guapa Leticia, aunque la palidez de su rostro indicara las noches que se había pasado en blanco, llorando. Iba de oscuro, oculta bajo gafas de sol sus más que probables ojeras, y vestía un traje entallado negro que le confería un aspecto elegante y limaba su perenne sensualidad que hubiera estado fuera de lugar en aquel momento. Estampé breve beso en su mejilla helada y cogí unos instantes su mano huidiza. Ocupó, sola, el primer banco, a pocos pasos del ataúd, mientras un empleado de la funeraria tomaba un micrófono y desgranaba frases laudatorias acerca del finado—que me parecieron una aberración, ¿Qué demonios sabía aquel tipo de Borja? ¿Por qué esa cara de dolor? ¿Le pagaban también por simular honda pena?—y terminaba leyendo un poema de Rabindranath Tagore. Al fin y al cabo no morían de muy distinta manera los progres laicos que los católicos de conveniencia. En su último trance, antes de volver a la tierra, emulaban el ceremonial cristiano cambiando un cura por un funcionario, una oración por un poema. Me juré que en mis disposiciones testamentarias dejaría escrito que no quería ni una mala ceremonia, que, en cuanto mi corazón dejara de latir, fuera quemado sin más preámbulos y mis cenizas desperdigadas en la montaña, volver directamente a la tierra para evitar la violación de la putrefacción.
Desde el banco que ocupaba, en la tercera fila, podía espiar a Leticia sin que ella lo advirtiera. Tenía una visión lateral de ella. Y ella, a su vez, miraba de forma esquinada el féretro de caoba barnizada que presidía aquella función, en cuyo interior imaginaba a un Borja hierático con la cabeza reposando en un almohadón de terciopelo y las manos cruzadas sobre el estómago, con esa sonrisa que ya le quedaba para la eternidad.
—Está muy guapa—se me escapó, antes de que pudiera reprimir esa observación dicha en momento tan inadecuado.
—Hernán, por favor—fue la esperada reconvención de Patricia.
Tuvieron la mala idea de poner la Marcha fúnebre de Mahler. Ignoro si ésa fue una última disposición de Borja, para imponer un poco de emoción al momento, o era el disco que tenían más a mano los del tanatorio. Resultaba imposible escuchar aquellas dramáticas notas, las más dramáticas y tristes de la historia de la música, sin derramar una lágrima y yo no quería hacerlo; seguro que a Borja le repatearía vernos a todos llorar. Gustav Mahler era el culpable de que se me empañara la vista cada vez que intentaba ver “Muerte en Venecia” de Visconti, cuando el vapor que conducía a Dirk Bogarde entraba en la laguna veneciana, y que las imágenes de la película temblaran en mi retina durante toda la proyección tras la cortina acuosa de mis sentimientos.
Lamenté no tener unos algodoncitos a mano para taponar mis oídos. Opté por cerrar los ojos, pero antes de hacerlo vi que Leticia lloraba. Un río de lágrimas se deslizó mejilla abajo, hacia la barbilla, quedó suspendido de ella, gota de dolor, hasta que debió caer al suelo. Seguí viendo esa lágrima con los ojos cerrados, el surco húmedo que había dejado en su cara, los labios abiertos, temblorosos y la punta de su nariz ligeramente enrojecida de sonarse. No fui a consolarla. Debiera haberla cogido del brazo, apretado suavemente su mano entre las mías. No lo hice sino que soñé con los tres e hice brincar del ataúd al bueno de Borja, como en los mejores tiempos, cuando nuestra piel no tenía mácula y la envoltura carnal de Leticia era ajena a las leyes de la gravedad y tocarla era una caricia para las manos.