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Mentir es encender fuego

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Historia

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Introducción

Que la historia la escriben los vencedores es tan cierto como que en el alma de las leyendas anidan aspectos reales y fantásticos. Es así que cuenta una antigua leyenda vasca que, al menos una vez, los vizcaínos hicieron frente al poder del monarca asturiano infligiéndole una gran derrota, pero ninguno de los escasos cronistas del reino astur-leonés, dejó constancia de tal acontecimiento por escrito para la posteridad. Francisco Panera se ha inspirado en la llamada leyenda de Jaun Zuria, El señor Blanco, y la mítica batalla de Padura (que, según se cuenta, fue el germen del futuro Señorío de Bizkaia) para dar forma novelada a un acontecimiento arraigado en el imaginario popular vasco.
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Chapter 1

Un día que os veía jugar

me dio por pensar que de crío

habría querido ser vuestro amigo,

porque sois divertidos y leales.

A dos amigos que nunca tuve,

pues la vida me premió con el espectáculo

de verlos aparecer de la nada y de crecer.

A mis hijos Koldo y Mikel.

_________

“Biscaya fue señorio aparte antes que hubiese reyes en Castilla

i después estuvo sin señor…”

“Leyenda de Jaun Zuria. Libro de los Linajes”

Pedro Alfonso de Barcelos, conde Portugués

1288—1346

_________

Año 847, reino de Alba

—“Un miserable nunca te fallará. Aunque intente camuflarse, finalmente se te revelará como lo que es”. Eso decía padre y escuchándote, hermano, comprendo el sentido de su mensaje

—sentenció el rey en la cara de Domnall al conocer sus intenciones.

—Adopta una decisión firme —respondió inquieto y nervioso, ignorando el comentario de su hermano—. La traición debe ser castigada.

Cináed mac Ailpín, el rey de Alba1, decepcionado le dio la espalda, asomándose a la ventana de su aposento, en el húmedo castillo que desde no hacía mucho se había convertido en su residencia tras arrebatárselo a sus enemigos pictos. Perdía la mirada en la calma del estuario, en la suavidad de la pendiente de las praderas que lo custodiaban acudiendo a sumergirse en él, mientras las palmas de sus manos apoyadas en la balaustrada soportaban estoicas la gélida temperatura de la piedra. Apesadumbrado por no poder eludir la toma de una decisión que le atormentaría por el resto de sus días, hubiese preferido hundir en aquellas aguas la cabeza de su hermano, que tan poco apego por la sangre de la familia demostraba tener.

—Dime, Domnall, ¿serías capaz de hacerlo?

—Si llevase tu corona... ¡no lo dudaría!

Cináed, revolviéndose rápido, le propinó un duro golpe con el dorso de su mano. Domnall, sorprendido, trastabilló dando con sus posaderas en el suelo; de seguido, el rey llevó amenazante su mano a la empuñadura de la espada que colgaba de su cintura.

—Solo el que seamos de la misma sangre me refrena de clavarte mi hierro. ¡Nunca vuelvas a dudar de tu rey! ¿Lo has entendido?

Domnall, desde el suelo, limpiándose un fino hilo de sangre que manaba de la comisura de sus labios, asintió a regañadientes.

—Y si puedes entender —prosiguió el monarca— que no te mate por ser mi hermano, ¿por qué no comprendes que haga lo mismo con nuestra hermana?

—Porque mi ofensa hacia ti es fruto de la impaciencia y del temor a perder lo que tanto nos costó ganar. Ahora, el asesinato de nuestro padre será vengado con la proclamación de su estirpe como reyes. Los pictos pusieron su cabeza en una estaca y nosotros ahora pondremos nuestras botas sobre las de todos ellos. Padre estaría orgulloso, por eso la ofensa de nuestra hermana es mayor si cabe. ¡Sabes que nos ha traicionado!

Cináed volvió a la ventana posando de nuevo su mirada en el curso de agua que en el horizonte se adentraba en lo salado del mar.

Un año atrás, los pictos habían sufrido una fuerte derrota a manos de un adversario común: los vikingos. Aquella contienda con el enemigo del norte les condujo a perder a su rey, al hermano de este e incluso el dominio de varias islas que rodeaban su costa. [ 1 El Reino de Alba hace referencia en lengua gaélica

Rìoghachd na h-Alba

al reino de Escocia.

]

Ahora, ese vacío de poder sería ocupado por él, por el rey de los pueblos gaélicos del sur.

Aduciendo los derechos dinásticos que le correspondían por parte de madre, e incluso por ser nieto de un rey picto, Cináed mac Ailpín acababa de unificar a los pueblos de las tierras altas conformando el que sería conocido como Reino de Alba. Ciertamente aún quedaban algunos focos pictos rebeldes de obstinada resistencia, pero no dudaba en que los reduciría a nada. El matrimonio acordado de su joven hermana Siubhan con uno de los más fieles generales al rey picto muerto, serviría para afianzar con la sangre de la familia los lazos con sus antiguos enemigos, ahora aliados, y especialmente con el fuerte brazo que comandaba a los pictos, superando un pasado de continua disputa entre sus pueblos.

Y todo eso ahora podía derrumbarse por la actitud de su joven hermana.

—La decisión está tomada.

—Si no la condenas, no serás de fiar a los ojos de Cullen.

—Hoy mismo partirás al encuentro de Cullen y le dirás a ese apestoso picto que ella ha huido.

—¿Pretendes que descargue su ira en mí?

—No contra ti. Acudirás con nuestro primo. Carga a Engas de cadenas y arrójalo a sus pies. Cuéntale que es quien preñó a su prometida, dale los detalles que te plazca, humilla el nombre de Siubhan si lo ves preciso, no creo que te cueste demasiado, pero ella y el hijo que lleva dentro vivirán.

—Cullen querrá que también se haga justicia contra Siubhan por traicionar el acuerdo de matrimonio, no solo contra Engas.

—Domnall... eso es imposible, Siub “ha huido”. Eso le dirás.

—¿Huido? ¿Cómo que ha huido?

—Partirá este atardecer escoltada por varios hombres y algunas doncellas en un knarr2 rumbo al sur.[ 2 El Knarr

también conocido como Knorr o Knörr

era un tipo de barco de carga empleado por los pueblos nórdicos, muy similar en su estructura a los famosos y temidos Drakars. Este barco tenía una mayor longitud y calado que los Drakars, y aunque era algo más lento y maniobrable que estos, podía, por contra, transportar más peso y tripulación.

]

—¿Al sur? —Domnall ofreció una sonrisa irónica—. Da igual que la envíes al sur, al final, de una manera u otra, Cullen se enterará.

—No irá al sur de nuestras tierras, ni incluso al sur de las de los britanos. Irá más allá, mucho más allá. —Domnall percibía la voz de su hermano casi quebrada—. Nunca regresará, te lo aseguro. Dile a Cullen que emprendemos la búsqueda de Siubhan e invítale a participar con las fuerzas que estime conveniente. En cualquier caso será una empresa condenada al fracaso, nunca la encontrará y nuestra reciente alianza con él no se perderá. Sabré recompensarle por este inconveniente.

—Sabes que perderás mucho dinero para mantener esa alianza.

—Domnall... es solo dinero.

Siubhan estaba a punto de retirarse a dormir. El arresto en sus aposentos duraba ya dos días, y si Cináed, su propio hermano que la había recluido después de abofetearla no la liberaba, le amenazaría con suicidarse; y en verdad que era una idea que valoraría llevar a efecto para evitar ser la esposa de un antiguo enemigo, un hombre tan hosco y maloliente que sería más propio de vivir en las pocilgas que entre las personas. Su corazón estaba rendido a su primo Engas, a quien se había entregado por amor y también por llevar en su vientre su semilla, pues creía que un hijo en su vientre forzaría su matrimonio con Engas antes de que su hermano proyectase un futuro distinto para ella, algo que comenzó a intuir poco antes de que los acontecimientos que condicionarían su futuro se precipitasen sin control.

El destino de la joven Siubhan ya había sido acordado con Cullen, el general picto ahora a servicio de su hermano junto con su numeroso ejército, una dote nada desdeñable para un rey cuyo trono era muy inestable. Y así, aquellas promesas de juventud en las que Cináed le aseguraba a su hermana que nunca sería mercancía para alianzas quedaron en nada.

La puerta se abrió violenta entrando cuatro soldados y, sin ofrecer por su parte nada más que una tímida resistencia, fue amordazada y atadas sus manos; después entró el rey quedándose a solas con ella.

—Siub... tu actitud, tu embarazo supone un duro contratiempo para la familia y para nuestro pueblo. No somos las personas muchas veces dueñas de nuestros destinos y este es uno de esos casos. —Hizo una prolongada pausa—. Sin tú saberlo habías sido otorgada en matrimonio, sin yo saberlo te entregabas a otro hombre al que no dudo que amas y que te corresponde. Ciertamente os habría permitido matrimoniar como planeabais de no haber sido por esta alianza, pero ahora a ojos de nuestro pueblo y de nuestros aliados eres una traidora. No sé a cuántos hombres, mujeres o niños habré matado o morirían por mis decisiones. Siub, te juro que no lo sé, pero me repito muchas veces, quizá para convencerme, que todas esas muertes tuvieron un sentido en nuestra historia, y ahora traiciono esa idea porque no puedo cargar con tu muerte.

Siubhan miraba suplicante a su hermano para que la desamordazase. No era ya tanto su destino lo que le preocupaba, sino la suerte que correría Engas, pero Cináed quería evitar escuchar sus súplicas para no incrementar más su desánimo.

—No te esfuerces, no oiré nada más. Serás exiliada y nunca volverás. Partirás ahora mismo hasta los confines más lejanos del mundo y allí intenta encauzar una nueva vida y... perdonar a tu hermano.

El rey, avergonzado y cabizbajo, abandonó la estancia. Los soldados retornaron a la habitación y, con la oscuridad de la noche como aliada, la acercaron en volandas hasta la orilla de la ría.

El rey les siguió unos metros, retrasado. Al llegar junto a Duer, uno de sus más fieles lugartenientes que aguardaba a la princesa para partir, posó su mano en su hombro.

—Haz lo que te dije. Llévala al sur, busca un lugar en el que la acojan y pueda vivir con dignidad. Lleváis riquezas suficientes para comprar alguna que otra voluntad y para que la princesa pueda comenzar una nueva vida. Una vez que esté asentada, que las damas se queden con ella y los demás podréis regresar. En tus manos dejo el tomar las decisiones necesarias ante los avatares que os puedan surgir.

—Permanece tranquilo, mi rey, que no te defraudaré.

—Duer, ya sé que no es una misión al uso, y ciertamente te echaré de menos en los combates que están por venir para someter a los pictos aún rebeldes, pero esta misión es distinta; quizás en medio de tanta lucha, de tanta sangre, sea lo único decente que hagamos. Salvar dos vidas cuando segamos tantas otras... ¿No te parece un contrasentido?

Duer se tomó un tiempo para responder mientras desde la penumbra observaban cómo la princesa era embarcada a la mortecina luz lejana de un par de teas.

—Quizá el creador en el día que juzgue nuestras vidas, tenga a bien tener en cuenta que una vez, al menos una vez, arriesgamos todo un reino por salvar a una mujer.

—Puedes estar seguro, Duer, de que Alba estará a salvo. Comprendo tu inquietud y agradezco tu sinceridad.

—Eres mi rey, pero no puedo obviar que desde niños somos amigos... Cináed.

—Por eso te he elegido para este cometido.

—Cuidaré de tu hermana como si fuese mía.

El rey abrazó a su amigo antes de que este abordase la nave por la tambaleante pasarela.

—¡Maldita sea! ¡Apagad ya esas teas! Soltad cabos y dejemos que la marea nos vaya arrastrando y que ningún remo comience aún a bogar. Debemos ser muy silenciosos.

Mientras Duer seguía impartiendo órdenes, el knarr que antaño fuese hecho preso en alguna incursión vikinga, comenzó a deslizarse por el negro espejo que era la lámina de agua del estuario, buscando el mar. El rey esforzando la vista intentaba distinguir la silueta de la nave que se iba perdiendo en la oscuridad. Un providencial instante en que la luna asomó entre las nubes, iluminando con su pálido refulgir las praderas que bordeaban el curso del agua, concedió al monarca una última visión del barco en el instante en que su vela desplegada atrapaba un ligero viento. De nuevo las nubes oscurecieron al astro nocturno, inundando aquella parte del mundo y el propio ánimo del monarca de oscuridad.

Habiendo recorrido una distancia prudencial y sabiéndose lejos del oído y de la vista de cualquiera cercano al castillo, Duer ordenó a la escueta tripulación que comenzase a remar. Ya próximos al abrazo con las aguas del mar, el viento del norte arreció providencial para hinchar la vela evitando el esfuerzo de los remeros.

Siubhan mac Ailpín sentada a popa de la embarcación, liberada ya de mordaza y ataduras, giró su vista atrás pero no vio nada. Derramó silenciosas lágrimas por su hombre sin saber que Engas había sido condenado a pagar con su vida el precio de su amor.

La travesía fue durísima. A las inclemencias del tiempo, a los embates del océano cuando sus aguas se tornaban hostiles, se unía la incertidumbre de aquella extraña misión. En más de una ocasión asomó por la cabeza de los marineros amotinarse y concluir aquella empresa de una manera tajante. Algunas miradas hacían a Duer temer que en cualquier momento la chispa del motín prendería, pero nada de ello ocurrió. Las advertencias del rey fueron claras: “protegeréis su vida con las vuestras y las de vuestras familias quedan a mi cuidado”. Pero también ocurrió algo que nadie habría sospechado en las primeras jornadas de viaje.

El espacio en el navío era muy reducido, y muchas las horas de quietud sin nada más que hacer que mirar el horizonte o buscar la figura de aquella joven que en la popa de la nave perdía su mirada en la nada y otras posaba con dulzura sus ojos en los rostros de aquellos hombres y mujeres que, desarboladas sus defensas, eran incapaces de no rendirse al encanto de la princesa. Entonces se reprochaban aquellos pensamientos que acudían a sus cabezas más por temor que por propio convencimiento, lamentando en parte el destino de la joven.

Hubo tres jornadas consecutivas de calma, en las que el mar se tornó en una superficie tan lisa y plana que se diría que era posible caminar sobre él. Tres días en los que ni la más leve brisa fue capaz de mecer un solo cabello. Una monotonía solo rota por el sonido del agua al chapotear en ella los remos, solo rota por los jadeos propios del esfuerzo de los hombres que por turnos se relevaban en el bogar. Al amanecer del cuarto día, Siubhan abandonó el estado ausente que la mayor parte del tiempo la envolvía y comenzó a cantar. Los sones de una antigua melodía escocesa en la hermosa voz de la princesa, hicieron detener los brazos de los hombres en su esfuerzo al remar, embelesados por la sonoridad de aquella melodía. Una ráfaga de brisa acudió como una llamada a la cita con la voz de Siub; después la brisa se tornó en viento a medida que ella iba alzando el volumen de los sones de la melodía. Imbuidos todos

quizás la propia princesa también

de una extraña mística, el viento se tornó furioso e hinchó la vela empujando de manera definitiva la nave hacia el lejano sur.

Fueron días en los que se encontró indispuesta, y tan solo cuando cantaba parecía olvidarse de sus dolencias. Fue consciente de que la semilla que tan solo una vez Engas había depositado en su vientre, había comenzado a germinar. Ya carecían de sentido las argucias para eludir la boda con Cullen cuando dijo a su hermano que estaba embarazada, que las relaciones carnales entre ella y Engas se remontaban a bastante tiempo atrás. Aquello lo hizo sin saber a fe cierta si estaba encinta: solo había sido una vez la que yació con Engas, una sola.

Cuando la encerraron no podía confesar la verdad, pues su destino estaría en los aposentos de Cullen. La confianza en que a su hermano se le pasaría aquel acceso de ira la convenció de seguir manteniendo la farsa. Después fue amordazada y embarcada igual que un fardo de los que albergaban provisiones para la travesía. Nadie más que ella supo nada de un plan tan ingenuo como eficaz al final, ahora que era la última en corroborar algo que todos creían como cierto, al ser consciente de que estaba embarazada.

Un atardecer, una línea ocre se dibujó en el horizonte cuando el sol ya se había sumergido en las aguas. La esperanza se tornó en alegría cuando Duer, tras comprobar meticuloso la carta de navegación que el rey le había entregado y los datos que sobre los astros anotaba cada noche, comunicó a todos que aquella era la costa de su destino.