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El diputado fiel

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En proceso

Realismo Urbano

El diputado fiel PDF Free Download

Introducción

Un desliz imperdonable propicia la caída en desgracia del diputado Luis Alberto González de las Navas. Su mundo se derrumba. De la noche a la mañana pierde su estatus privilegiado, pero él no se resigna. Sospecha que alguien está detrás de su descalabro. A partir de ahí, el diputado iniciará un proceloso camino indagatorio que le lleva a desenmascarar a sus enemigos, al tiempo que se redescubrirá a sí mismo en su particular descenso a los infiernos.
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Chapter 1

Cuando el diputado Luis Alberto González de las Navas salió de su casa, como cada día, rodeado de su pequeña corte, a saber, chófer y guardaespaldas, no fue capaz de adivinar ninguno de los desastres que se le avecinaban. Y es que no hubo señales en el cielo, ni pájaros precipitándose al vacío, ni esa sensación de vientecillo soplándole detrás de la oreja que desde niño le avisaba de los peligros inminentes al tiempo que le agitaba el corazón. Tal vez fue precisamente la ausencia de anuncios premonitorios lo que le dejó desarmado y salió de su domicilio sito en el mejor barrio de la capital como cualquier otra jornada, atusándose la melena encanecida, intentando domesticar los mismos mechones que siempre tendían a una ondulación demasiado inoportuna y poco viril.

Poco antes, frente al espejo, había comprobado que las entradas de su frente se mantenían a raya a cambio de un progresivo e irreparable tono gris que, cual marea insidiosa, se extendía irregularmente por su cabeza sin conseguir esa homogeneidad deseada que le librara del tinte. Apenas se pasó un cepillo sobre su media melena, esta adquirió enseguida el volumen deseado, ese que constituía la envidia de sus correligionarios entre los que estaba muy de moda lucir abundante cabellera, para quien fuera posible, que no todos se podían dar el lujo. Complacido, se dio el visto bueno y de pronto recordó que en otros tiempos no se permitía esa libertad capilar en modo alguno, de manera que su actual melena flotante debía ser sometida a la tiranía de la gomina varias veces al día.

Sin más disquisiciones filosóficas y rememoraciones estériles, salió de su casa precipitadamente. Siempre le pasaba igual: dilataba tanto el tiempo dedicado a su arreglo personal que al final le invadía la prisa y una ligera preocupación por llegar tarde que zanjaba con varias órdenes a su guardaespaldas: «La puerta, cojones, espabila, Ricardo, que hoy también nos dan las uvas».

En la calle le esperaba, como cada día, el coche oficial con el chófer uniformado apoyado sobre el capó y, también, como venía siendo costumbre desde hacía varias semanas, un grupo cada vez más espeso de ciudadanos vociferantes con pancartas que exhibían las más diversas tipografías, así como los más variopintos contenidos, pero todos ellos reivindicativos. Al parecer nuestro apresurado hombre no goza de grandes simpatías entre estas gentes que se dirigen a él invariable e insistentemente con imprecaciones, se acuerdan de su madre o exhiben ristras de chorizos que cuelgan sobre sus cuellos a modo de rústicos collares.

A esto le llaman escrache, le dice en tono pedagógico informativo a su guardaespaldas. Luis Alberto no sabe muy bien de dónde ha salido semejante término, pero lo utiliza en un tono quejumbroso a medio camino entre el victimismo y la desconsideración, incidiendo mucho en la correcta pronunciación, de manera que la rotundidad de la palabra pueda ocultar el contenido de los mensajes que corea el grupo.

«Les vamos a meter un puro que se van a enterar, me veré en los juzgados con la moza esa a la que tanto le gusta dar la nota», entona como para sí, sin esperar ninguna respuesta del figurante que lleva al lado, al fin y al cabo al agente de seguridad también le compete la guarda y custodia de esos pensamientos evadidos, convertidos en palabras desafortunadas que algún dolor de cabeza le producirían si salieran de este recinto hermético, un auténtico búnker nuclear, para volar libres alrededor de oídos ávidos de noticias provechosas.

Ante sus ojos ya aparece la calle en la que se yergue el templo de la soberanía nacional, convenientemente despejado de manifestantes que, sin embargo, se agolpan centenares de metros más allá, donde Luis Alberto no puede verlos, menos mal, porque no soporta sus estridentes aullidos ni sus consignas coreadas con desastrosa entonación melódica, ni sus rimas de simpleza exasperante. Ahora que está de este lado del juego político nada hay más hermoso que una calle despejada por donde su coche oficial pueda transitar sin problemas, qué carajo, esto se lo ha ganado él en las urnas, el derecho a que lo dejen en paz durante cuatro años y luego, Dios dirá, que a lo mejor las cosas se olvidan, siempre que llueve escampa y, ¿quién sabe?, el sol puede volver a brillar.

Una nube de fotógrafos y periodistas no puede significar otra cosa que el Jefe ya ha llegado, otra vez se le ha adelantado y eso que el buen hombre no se caracteriza por su diligencia, tampoco es lo que se dice puntual, pero tiene la extraña virtud de adelantarse a las previsiones ajenas, de malograr cualquier estrategia por muy simple que esta sea sin mover un solo dedo, solo con su pastosa existencia de superviviente obstinado. Luis Alberto intenta abrirse camino entre la gente que puebla el pasillo y llegar a la altura del Presidente, saludarle con una ostensible inclinación de cabeza, cual emisario ante el emperador del Japón, dedicarle su mejor sonrisa y esperar a recibir alguna palmadita en la espalda lo suficientemente amistosa como para saber que puede acompañarle durante los escasos metros que le faltan por recorrer antes de entrar en el Hemiciclo, pero es difícil: la masa de periodistas es tan densa que solo podría disolverla a base de codazos y puntapiés. Por un momento se le pasa por la cabeza poner en práctica tan descabellada táctica, pero afortunadamente queda inmediatamente descartada y todo se reduce a una espera discreta mientras le llegan los ecos de las sesudas palabras del Presidente:

—Pues parece que el otoño se resiste a llegar.

Los ecos de semejante vacuidad llegan hasta Luis Alberto, que se sonríe para sus adentros con toda la sorna de quien conoce bien estas salidas por la tangente de su Presidente. Es él en estado puro. Se imagina la cara de estupor de los periodistas que, no sabe muy bien por qué, a pesar de estar acostumbrados a estos giros, siempre se quedan como alelados, circunstancia que suele aprovechar para abrirse camino entre la multitud haciendo quiebros inesperados impropios de un hombre de su edad.

Lo ve alejarse acompañado del Portavoz Supremo, un señor que cotiza al alza desde un tiempo a esta parte y se le nota en el semblante a medio camino entre la preocupación y la satisfacción, aunque más de esto último, porque anda por la vida como si fuera el rey del mambo. Luis Alberto ha conseguido atisbar toda la escena desde una docena de metros atrás y no ha podido impedir que un leve pero certero escalofrío recorriera su cuerpo, una premonición que se infiltra en su marmórea seguridad pero que él desoye, la descarta con una sacudida de su melena, y parece que se disipara y de nuevo el camino de su vida fuera diáfano y almohadillado, ese paseo por las nubes en el que vive instalado desde hace algún tiempo.

Ocupa su puesto en la bancada que le corresponde, la más nutrida, la que tiene un mejor emplazamiento y mejores vistas a la tribuna de oradores a la que se subirá en breve el Presidente. Desde su merecido escaño, ubicado en una privilegiada segunda fila, nuestro hombre se dispone a contemplar la sesión ya con el corazón aquietado, después de haber sido deferentemente saludado, como de costumbre, por algunos correligionarios que como él gozan de la misma regalía: un buen lugar en la platea. Dentro de unos minutos estará silbando, abucheando, pataleando, en definitiva, interrumpiendo cada palabra del jefe de la oposición, sin ninguna concesión al decoro. También se deshará en aplausos tras escuchar mansamente las intervenciones de los suyos que, sin distinción de rango, recibirán encendidas ovaciones como si fueran vicetiples tras dar un esforzado do de pecho.

El calor del debate llena de regocijo el corazón de nuestro hombre, que ha olvidado completamente recientes pálpitos de infortunio. Ninguna nube en el horizonte. En su bancada todo es optimismo y buen humor. No hay nada como la mayoría absoluta para sentirse bien. De vez en cuando mira de reojo hacia el resto del Hemiciclo porque le gusta comprobar el cabreo de la oposición, sus caras malhumoradas o sus sonrisas de irónica desesperación.

En una de esas rondas apuradas en las que chequea el estado de la nación con una mirada rápida sobre sus contrincantes, ¡oh, maldición!, se le cuela el infortunio, de la manera más sigilosa y sin previo aviso, ni siquiera ha notado el vientecillo detrás de la oreja, ni ha habido vuelco de entrañas ni presión alguna a la altura de la garganta, donde sigue estando bien anudada su corbata y no esa parte de la anatomía que acostumbra a instalarse ahí cuando el miedo irrumpe en el ánimo.

En medio de un aplauso, Luis Alberto dejó las manos en suspenso, cual palomas detenidas en pleno vuelo, embobado en la contemplación de una diputada que, situada en el otro extremo, mostraba su indignación a grito pelado, pero con tanta gracia juvenil que dejó al prohombre en un estado de arrobamiento cercano al éxtasis y tan alejado de sus cometidos parlamentarios que, de hecho, los olvidó por completo durante un infausto momento. Pero es que además quiso el azar que ese instante fuera recogido por todas las cámaras y todo el mundo pudo ver cómo un diputado nadaba contracorriente. Algunos, incluso, lo calificaron de acto de traición, hubo quien dijo que qué manera de romper la disciplina de partido. En las imágenes quedó bien patente que, mientras sus compañeros aplaudían a rabiar, él abjuraba de sus funciones, no se sabe muy bien si distraído, lo cual es ya de por sí imperdonable, o malintencionadamente ausente.

A partir de ahí se desencadenarán las hipótesis. En los telediarios no pasa desapercibido el gesto o, mejor dicho, la falta de gesto que ha dejado al diputado al socaire de los comentarios. Algunos llegan más lejos en sus presentaciones infográficas y los más maledicentes rodean su cara con un círculo y lo señalan con flechitas que apuntan a recuadros donde se leen diversas leyendas increpantes, desde alelado hasta traidor, o se preguntan qué clase de cataclismo puede distraer a un hombre tan disciplinado como él, qué pudo desviar su atención y hacer trastabillar de una forma tan flagrante a alguien que antes se hubiera dejado cortar una mano que llevar a cabo tal acto de felonía.

Sin embargo, él aún sigue en la inopia. Cuando todo el país es testigo de su desliz, Luis Alberto vive ajeno al derrumbe. No ha visto la televisión, ni ha escuchado la radio y de la tableta electrónica solo se ha servido para consultar el horóscopo y entrar en la página de una vidente que le echa las cartas y le vaticina que es un hombre de suerte, que todo va como la seda. Entonces él se siente reconfortado y piensa que los astros se han aliado de tal manera en su favor que nada malo podrá sucederle y se le ocurre que esta señora es la hostia, con esa pinta de ama de casa y lo que acierta, qué clarividencia, tal vez pueda ayudarle en el futuro con un filtro de amor para conseguir los favores de alguna dama esquiva, nunca se sabe, y él, que todavía se considera un conquistador, pueda necesitar la ayuda de instancias estelares en alguna ocasión.

Con el ánimo enardecido, llega al lecho conyugal donde encuentra a su mujer recostada sobre un enjambre de almohadones, perdida en una remota región de la inmensa cama King size. Hojea con parsimonia las satinadas páginas del Hola. Al oír el ruido de la puerta levanta la vista y se dirige a su marido:

—Eres el hazmerreír del Partido. ¿Cómo puedes haber caído tan bajo?