En los años cincuenta el Batifol no era cualquier cosa. No obstante, al primer vistazo nada lo distinguía de sus semejantes, aquellos honestos cafés—tabacs de barrio. Como el resto, desplegaba orgullosamente su letrero y ostentaba el tranquilizador estilo de gestión de antes de la guerra, que la naciente modernización todavía no había podido cambiar. Tenía sin embargo una ventaja: la de estar situado a dos pasos de la Puerta de Saint—Martin, al comienzo del barrio cuyos habitantes llamaban entre sí de forma poética el barrio de la canción. Le valía de forma natural esta nueva apelación la concentración de comerciantes o de fabricantes de instrumentos musicales en sus negocios, de academias de acordeón, de guitarra o de mandolina en sus pasajes y patios, así como de editores de canciones y oficinas de agentes artísticos, compositores y arreglistas, como se dice hoy en día, en sus inmuebles. Al rebautizar el barrio de Saint—Martin, el buen sentido popular añadía una razón social a una carta de visita un poco breve.
¿Y qué pintaba el Batifol en todo esto? Lugar de encuentro establecido de un pequeño mundo regido por la música, la canción y el espectáculo en general, era en 1950 una asombrosa bolsa de valores humana, con personajes que se decían artistas y que, engalanados con los estrafalarios atuendos de una figura del music hall admirada, pretendían sin ceremonias ser los auténticos sosias de aquellos que habían llenado con su presencia los escenarios de su pasada juventud. Los promotores de giras y los proveedores de suplentes que llenaban los entreactos de los cines de provincias no tenían más que evocar a una de estas estrellas para ver aparecer a petición, con sus ojos profesionalmente desganados, toda una multitud de Mistinguetts, de Chevaliers, de Piafs, de Florelles, o de otras copias conformes a Henri Garat o a Albert Préjean. Mercado de subastas de los cantantes de ocasión, el Batifol tenía igualmente sus grandes del oficio, aureolados por una gloria pasada para unos pero muy actual para otros. Las horas del aperitivo barajaban la concentración de estas personalidades. Vecino consciente de su papel de señuelo, Vincent Scotto, el hombre de las cuatro mil canciones, llegaba el primero. Detrás de la cristalera, sin ninguna ostentación, aunque aún así conviene mostrarse, disponía de mesa abierta a una asamblea fiel en la que brillaban René de Bruxeuil y su bastón blanco, las cantantes Roberte Marna, Jane Chacun, Benoîte Lab, Germaine Lix, Lina Margy e incluso el cantante sin nombre que delante de una copa perdía su anonimato. Bajo el neón del bistró que reemplazaba las candilejas y los focos, La Houppa, Marcus y René Flouron departían, sacudidos por el baile de los acordeonistas que, del mostrador a la sala, se extendía o se comprimía como el fuelle de algún acordeón. Estaban aquí en su casa, como simples ciudadanos bromistas, para disfrutar de un deseado recreo después de una noche de soberanía absoluta en los bailes de musette que florecían entonces con sus guirnaldas multicolores por los cuatro puntos cardinales de París y de los cuales seguían siendo los reyes. Desde el zinc donde saboreaba su copita de blanco, el cliente de la casa podía reconocer a los campeones de la nota picada, a los ases del triolet y a los príncipes de la tirolesa y pasaba lista a los presentes mentalmente: Louis Péguri, Gus Viseur, Alexander, Édouard Duleu, Jo Privat, Émile Prud´homme, Fredo Gardoni, Jean Vaissade, Milo Carrara, Deprince, Étienne Lorin, Marceau, André Verchuren y los que se retrasaban. Estaba pensando en Primo Corchia, en Jean Ségurel, en Émile Vacher, el abuelo que, habiendo «colgado la gaita» poco antes, se hacía esperar. Aunque no por mucho tiempo. La pesada masa de Mimile franqueaba la puerta acogida cada vez por la misma broma que, aunque desgastada por un uso abusivo, todavía hacía reír:
—¿Dónde tocas ahora?
—Ahora juego en las carreras.1
A los setenta años, Mimile era el monumento viviente del musette, del que había conocido sus vagidos. Era un virtuoso del acordeón diatónico que defendía contra todos y, junto con Michel Péguri, también el inventor del musette y el testigo de su evolución. La afección que cada uno de nosotros le tenía nos incitó a Robert Doisneau y a mí a conocerle mejor, cosa que resultó fácil, y llegados a la amistad, a pedirle que reconstruyera en nuestra compañía el circuito de bailes en el que había mostrado su talento, cosa a la que se avino con una alegría teñida de un no sé qué de guasona nostalgia. Desgraciadamente, había pasado el tiempo, llevándose con él las pajareras y los corrales donde se apretujaban los músicos de las verbenas del extrarradio o de los bonachones bailes familiares sin borrar no obstante sus recuerdos, los más lejanos de los cuales se remontaban a finales del siglo pasado.
«La primera vez que puse los pies en un baile de musette creí que nunca más podría volver. Tenía doce años y ya entonces el instrumento no tenía ningún secreto para mí, y eso sin conocer la música, aunque tenía oído. Mi padre era músico y llevaba la batería en el baile de Delpech, en el 102 de la calle de Paris, en Montreuil. Un domingo fuimos a verle con mi madre. El acordeonista, un italiano cansado, me pidió que lo reemplazase durante varios bailes. Yo estaba orgulloso porque debutaba en público. Los fox y las polcas se sucedían, las parejas estaban encantadas y no se perdían ni un baile. Al final de cada tema había que repetirlo. El que no se lo tomó a broma fue el acordeonista. Bromeó aún menos cuando quiso volver a su sitio y los bailarines, que imponían su ley, silbaban reclamando al chaval. De pronto, se puso como loco. Se precipitó sobre mí blandiendo su navaja: “¡Este me ha robao el curro! ¡Le voy a cortar los dedos!”. ¡Costó muchísimo dominarlo y hasta la dueña, la madre Delpech, que pesaba ciento veinticinco kilos tuvo que moverse un poco! Poco después el italianini dejaba el bar y yo quedaba contratado al formidable jornal de seis francos al día. Como muchos otros bailes, el Delpech era un poco golfo. Durante la semana, los que no trabajaban de forma regular o incluso los que no lo hacían en nada se veían allí. La famosa Casque d'Or era una asidua fiel. Yo no sé cómo podía seducir a los chicos. Era una pelirroja que olía mal y traía mala suerte, pero cambiemos de tema».
El periodo Delpech tocaba a su fin. A Émile le gustaba el cambio y se pasaba con facilidad a la competencia si esta sabía añadir un incremento conveniente a su caché. El brillo de los letreros que perforaban la noche era la trampa en la que se dejaba atrapar sin disgusto. La elocuencia de los incentivos en forma de billetes de banco era tan convincente que se le pudo ver oficiar en la Chapelle, en el baile des Sabots. A pesar de las inevitables redadas del sábado, toda la banda de los apaches se encontraba allí, como hechizada por el acordeón, «que es tan dulce». Era la época en que el joven compositor Scotto, lanzaba Sous les ponts de Paris. Por aquel entonces era la moda de los valses: Le vals brun, C'est si joli, Les petits Pierrots; y también de las tirolesas, como Perfums des montagnes.
Hacia 1910, tras haber visto despuntar las frioleras mañanas en numerosos locales a la hora en la que se apagan las luces, Émile Vacher, inaugurando un nuevo barrio, vino a instalarse con su padre, y ya como propietario, en la colina de Sainte—Geneviève, en el baile Octobre, que se convirtió en el baile Vacher antes de ser conocido como el baile de la Montagne. Catorce años se quedaría allí, arrendado en la orilla izquierda, donde introdujo el acordeón en el universo cerrado de los merodeadores de las barreras de la Plaza de Italie y de los Gobelins que aún bailaban al son de los pianos y de los violines. El éxito fue total, y aún más cuando todo el Montmartre de los aficionados al baile que seguían sus desplazamientos tuvo a su disposición el tranvía Pigalle—Plaza de Italie para pasar de una colina a otra y no se privaba de hacerlo.
Pero Mimile no podía establecerse en ningún sitio. Quemó sucesivamente sus noches en el local del señor Pouyet, después en el baile de Gravilliers donde, en compañía del arpista Jean Demarco, deleitó a su auditorio con algunas de sus composiciones, Auteuil—Longchamp por ejemplo, o con la célebre Reine de musette, cedida a continuación a su amigo Peyronnin a quien le faltaba un sexto título para entrar en la Sacem2. En la Grande Roue lanzó un fox, Plaisance y en Clichy, en el Petit Jardin, La Java des fortifs. En L'Abbaye, en la calle de Puteaux donde dirigía una orquesta de dos acordeones, un piano y una batería interpretó los muy clásicos triolets que había compuesto con Charles Péguri. Fue por tanto en esta última sala de baile donde acompañó por turnos a Emma Liebel, a Damia, a Fréhel, y más tarde, a Jane Chacun, esas otras reinas del musette.
—Era la buena vida —continuaba—, a los chicos y a las muchachas les gustaba tanto el baile como la música hasta tal punto que, cuando una melodía les gustaba, dejaban de moverse y como una sola persona escuchaban inmóviles hasta el último acorde. Era un trabajo de verdad, compadres míos, ahora todo eso se acabó. Todo ha desaparecido, o casi...
De entre todos los templos del baile por los que había pasado a lo largo de su vida solo existían ya las salas de Gravilliers y de la Montagne. Durante días y noches nos recibieron como nos recibían Le Balajo, La Boule Rouge, Le Barreaux verts, Chez Bouscat, Le Petit Balcon, La Java, el baile des Anglais y así podría seguir. En cada expedición, Mimile iba equipado con un pequeño acordeón diatónico que llevaba en una bolsa de molesquín negro. Nos la confiaba al entrar en la sala. La música se interrumpía, reemplazada por un murmullo interrogativo. Al micro un músico anunciaba al visitante, a quien conocían y reconocían, y una ovación imperativa que enmudecía solicitando un tema le sucedía. El director de orquesta venía a buscar a Mimile quien, con el minúsculo instrumento entre los dedos, se dejaba arrastrar hacia el estrado desde donde, sin remilgos, enviaba un popurrí del que poseía el secreto. Al ritmo de las canciones antiguas algunos recobraban sus piernas para esbozar algunos pasos. Los más jóvenes escuchaban con los ojos brillantes de los niños sorprendidos ante un maravilloso descubrimiento. Los aplausos mezclados de los hombres y de las mujeres allí reunidos dibujaban un ramo alzado ante el talento de aquel que había proporcionado su carta de nobleza al musette.
En 1950, de todas formas, andábamos asociados con mi cómplice Pierre Méridol en el negocio de un local de musette, el baile des Escarpes, bien llamado así, en lo alto de la calle del Cardinal Lemoine, a una zancada de la plaza de la Contrescarpe. Con el fin de darles cuerpo a las noches nos vino la idea de renovar la tradición de los cafés musicales introduciendo el número de una vieja gloria caída en el olvido. Nuestra elección recayó en Fréhel que acababa de pasar al Bouffes du Nord y que descubrimos en un pequeño hotel de la calle Saint—George. Nuestra proposición le gustó y aceptó. A los ocho años había debutado en el baile du Petit Pouce, en la isla de la Jatte y el hecho de reencontrarse en el musette borraba la edad que no quería confesar.
Su cuerpo desgastado, magullado por tantas tentativas de suicidio era frágil. Resultaba necesario tomar mil precauciones para estrecharle la mano. Con zapatillas y calcetines de lana roja, una falda negra plisada de niña de las Halles y los puños en las caderas, miraba a la asistencia, a la que dominaba, desde una esquina elevada de la pista. A continuación se volvía hacia el acordeonista: «Vamos, cariño». Las conversaciones se extinguían, los ojos no buscaban otro objetivo que el rostro doloroso de la cantante, con sus brazos que se agitaban señalando una frase para inmovilizarse al fin como para calmar una tempestad amenazante. La música paraba: «¡Aquí cerráis el pico! Para mí sola la última nota».
Modulaba ella sola su última nota y el silencio que la acogía tenía el valor de un homenaje.