Acumulándose el silencio resuena estrepitosamente en el lugar aturdiendo a todos los presentes que día a día se encargaban de atormentar a las almas frágiles, se presumía que una virgen y uno de los más poderoso demonios del Báratro un hijo engendrarían.
Entusiastamente cada ser ponía sus expectativas en la criatura a nacer, atumultuándose alrededor de la mujer que con lagrimas se esforzaba por dar a luz al ser que durante meses había estado royendo sus entrañas y amontonando pesadillas en la conciencia de la delicada humana. Los días en el infierno se habían vuelto tan oscuros como cada circulo que rodeaba la morada donde habitaba la fémina y las horas pasaban tan lentas que podía sentir como cada segundo su cuerpo era tomado por el agotamiento. Más un alivio recorrió su cuerpo cuando al fin la niña respiro fuera de la anatomía ajena naciendo.
Las miradas curiosas se colaron después del exhaustivo parto, todas ellas tratando de ver al hijo de aquel aclamado monstro. Sin darse el tiempo a hacerse esperar más el llanto de la bebé acabo con el ensordecedor mutismo atesorado en el lugar, atumultuados los presentes sintieron como el aire dejo de fluir y se volvía más denso y caliente, alguno que otro solo abrió su boca en expresión respuesta al asombro y las caras carentes de color sintieron tanto miedo como el que causaban.
Un par de alas blancas, con un color bastante similar al marfil. Rostro frágil, como si estuviera esculpido por los mismos arcángeles que surcaban el cielo azul siendo ajenos para la mayoría de los habitantes de la tierra. Singular belleza, quizás algunos pensaron que fue heredada de Afrodita y un alma llena de nobleza...
¡Un ángel!
¡Un ángel había nacido!
Entonces los gritos y maldiciones se apoderaron del lugar tan rápido como la sorpresa se disolvió los rostros sombríos volvieron, para aquel instante las dudas se sembraron tan rápido como el aleteo de un colibrí, ¿cómo era aquello posible?
El llanto de la preciosa niña no cesaba, lagrimas gruesas brotaban de sus ojos, mojando las sonrojadas mejillas de la dulce criatura. Atormentada. La curiosidad junto con las dudas de un por un posible engaño por parte de la virgen, los hilos comenzaron a tejerse en la mente de aquellos cuerpos sin alma. El rojo que se cernía en el cielo hacía del lugar más horroroso, el padre de la hermosa niña se cernía orgulloso delante de aquellos que intentasen perjudicar a la pequeña.
El amor no era reconocido en los demonios, no era propio de su naturaleza mucho menos se trataba de una idea muy aceptada. La destrucción fluía por sus cuerpos como si de sangre se tratase, un instinto primario, por eso cuando no hubo desdén en la mirada del ser siendo dirigido a la niña de inmediato se fue convocada una reunión con los demonios que estaban a la cabeza del agitado lugar, incluso el padre de la nueva criatura.
A partir de ahí todo se volvió más sombrío con forme las horas pasaban, el alma de la pequeña latía dentro de ella de forma errática, asustada. Siendo escondida por su padre y su madre, ambos ocultándola de los ojos curiosos, de aquellos que ansiaban lastimarla, dañarla, desarmar lo más preciado, su pureza, su naturaleza.
Todo acontecía rápidamente, de prisa, en un solo pestañear el juzgado anuncio su formación, los gritos podían atormentar a cualquiera. Y una no muy sana discusión sucumbió en aquel lugar... Ella no era recibida, ella no pertenecía a ese sitio.
Y allí mismo los demonios comenzaron a argumentar el porqué de la existencia de la niña, aun cuando no eran realmente tomados en cuenta ya que sus teorías no eran ciertas o carecían de fundamente esto no impidió que las sentencias dictaminadas por el horroroso público se escuchasen al fondo de la discusión entre los seres que dictaminarían el final del nuevo ser.
— ¡Ella tiene que morir! — gritó un Súcubo, la apariencia de esa mujer erradicaba en su belleza, aun cuando esta era destruida en cuanto sus pies tocaban el suelo del Báratro.
— ¡Cállate! — gritó colérico con voz teñida de recelo el padre de la agraciada bebé.
— ¡Ella es una vergüenza! — gritó otro demonio en el fondo de la habitación viendo con asco a la hermosa niña, la cual se encontraba entretenida mientras jugaba con el mechón de pelo de su madre sin saber a ciencia cierta qué era lo que sucedía con exactitud, ignorante e inocente de su destino.
— ¡Es mi hija! — argumento en defensa del pequeño ángel airado. Negándose a ver la realidad que se posaba enfrente de su nariz y que se desarrollaba cruelmente en contra de la niña que él había engendrado.
— ¿Quién dice que ese ángel es realmente producto tuyo?, ¿quién te asegura que esta asquerosa humana no te engaño con un arcángel? — una voz seductora y hueca se coló por el jurado, sus pisadas destilaban autoridad en todo el infierno, segura del sitio a donde pertenecía, y veneno era lo que se desplazaba por sus palabras, fuerte, letal.
La madre de la niña que se hallaba en silencio con la mirada baja cedió ante sus instintos y miro con odio a la intrusa que llegaba tarde, pero a la vez a tiempo para escuchar la sentencia. El vestido negro se ceñía a su estilizada figura, manipulada por los huestes espirituales en su ser.
—Destilar veneno en tus palabras es tu talento, Anniel, aunque aquello te lleve a ser recibida en el octavo cumulo. — pronuncio suavemente con ira uno de los principados, mirando desde arriba como los espectros danzaban libremente por la piel de la humana que había sido tomada por ellos hacía tiempo atrás, estos mismo gritaron temerosos ante la mención del último cumulo del infierno.
— ¡Cállense! — está vez el grito agresivo que se asemejaba a un gruñido de advertencia por parte del mayor de todos los demonios hizo silenciar la sala.
Todos los presentes guardaron silencio, atemorizando a cada cuerpo que estaba reunido en el lugar. Esperando su veredicto, su mirada agria carcomía el interior de quien lo mirara, acido. Sin escrúpulos, y como si la niña fuera una presa mínima y sin derecho a vivir hablo en voz alta su decisión.
— Ella morirá. — sentencio con asco refiriéndose a la niña que aun su madre sostenía en brazos.
Justo desde ese punto de la historia las persecuciones en cuestión de pequeños lapsos de tiempo llegaron, eran cazados como si de un animal se tratase, ellos eran la presa y muchos otros eran los cazadores. El llanto agrio acompañado de los nervios y la tristeza no se hicieron esperar, la niña tenía que morir.
El dolor de ambos padres se hizo saber en sus facciones, la madre miraba a la pequeña con adoración y al mismo tiempo con desesperación. ¿En qué momento su frágil y cuestionable vida se había caído a un nido de serpientes?
Escapar, era lo único que se podía hacer, huir para poder dejar con vida a su hija, pero, ¿cómo no levantar sospechas?
¿Cómo abandonar a su pequeña sin que el dolor la carcomiera a diario?
La única solución era enviarla a la tierra.